La muerte de Madeleine Albright el miércoles fue la ocasión para una avalancha de elogios rendidos por la élite política estadounidense y los medios de comunicación corporativos, en que glorificaban su papel como la primera secretaria de Estado mujer y encubrían su involucración activa con unos de los peores crímenes imperialistas de los años 1990 –y de hoy.
En el contexto de las afirmaciones continuas de que EE.UU. y la OTAN estén encabezando una campaña mundial contra crímenes de guerra rusos en Ucrania, la celebración del registro sangriento de Albright es una demostración de una hipocresía grotesca. Albright era una defensora y apologista por muchas más acciones brutales que las realizadas hasta ahora por Vladímir Putin en Ucrania.
Tal vez el episodio más notorio en su carrera vino en 1996, cuando le hicieron una pregunta en el programa “60 Minutes” de CBS sobre la muerte de 500.000 niños iraquíes a causa de sanciones económicas severas impuestas sobre ese país como una parte del esfuerzo de debilitar el régimen de Saddam Hussein. Más niños se habían muerto en Irak que en Hiroshima, notó entrevistadora Lesley Stahl. “Los resultados justificaron el precio”, respondió Albright.
Es notable que ninguno de los obituarios de Albright que han aparecido en los medios corporativos hace ni una mención de este comentario o del papel de Albright en hacer cumplir y promocionar una política que resultó en la muerte a una escala tan masiva.
El número de víctimas colosal entre niños iraquíes sería citado repetidas veces por fundamentalistas islámicos como Osama bin Laden como una razón por su giro de una alianza con Estados Unidos –durante la guerra guerrillera respaldada por EE.UU. contra fuerzas militares soviéticas en Afganistán– a dirigirse hacia EE.UU. con los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. La masacre estadounidense de inocentes se transformó en el pretexto para la de Al Qaeda.
Este comentario se convirtió en un punto incómodo para la administración de Clinton cuando inició una campaña en las universidades para ganar apoyo para bombardeos estadounidenses contra Irak en febrero de 1998. Tres funcionarios de la política extranjera, secretaria de Estado Albright, asesor de la Seguridad Nacional Sandy Berger y secretario de Defensa William Cohen, viajaron a la Universidad Estatal de Ohio, donde se dirigieron a una audiencia grande y –o así pensaban– muy cuidadosamente examinada.
No obstante, unos detractores desafiaron a Albright. Le preguntaron cómo era que podía justificar el apoyo estadounidense para dictadores como Suharto en Indonesia y la represión israelí de la gente palestina y luego afirmar que se oponía a Saddam Hussein sobre la base de preocupaciones universales sobre derechos humanos. ¿No era simplemente un doble rasero, excusar los crímenes de aliados al mismo tiempo que subrayar los de blancos?
Albright intentó derrocar a los críticos por preguntarles, de la manera típica de McCarthy, por qué estaban tan preocupados con los derechos de Saddam Hussein. La multitud, que respondió entusiasmadamente a la exposición de la hipocresía de la política extranjera estadounidense, la abucheó. Esto fue el fin de la excursión nombrada “ABC”, según los apellidos de los funcionarios. Este episodio fue reportado por el WSWS, pero, notamos otra vez, no se presenta en ningún obituario de Albright en los medios tradicionales.
Albright estaba involucrada lo más cercanamente en la política estadounidense en los estados que solían formar Yugoslavia, que fue mutilado a causa de la presión del imperialismo alemán y estadounidense, un proceso que inició en 1991, cuando Alemania reconoció las repúblicas separatistas de Eslovenia y Croacia, un asunto repetido en el reconocimiento por Alemania y EE.UU. de la secesión de Bosnia.
Los serbios, el grupo étnico más grande en Yugoslavia, fueron transformados de noche en minorías perseguidas, particularmente en Croacia y Bosnia. Tensiones alcanzaron un nivel extremo cuando los burócratas estalinistas en cada república se transformaron a sí mismos en demagogos nacionalistas y, últimamente, en defensores fascistas de la “limpieza étnica”, con que la mayoría en cada república buscaba suprimir o hacer salir a los del origen étnico “inadecuado”.
Albright, en ese entonces la embajadora estadounidense a la ONU, era una defensora ferviente de la intervención estadounidense y de la ONU en las varias guerras civiles que estallaban en Yugoslavia. Inicialmente ella no tenía éxito en convencer a sus colegas en la Casa Blanca de Clinton y el Pentágono de que fuerzas militares estadounidenses debieran ser desplegadas en la región, particularmente las aéreas.
En una confrontación notoria con el general Colin Powell, en ese entonces el jefe de los Jefes del Estado Mayor Conjunto, ella declaró, “¿Por qué se debe tener esta fuerza militar excelente de que usted siempre está hablando si no la podemos emplear?”
Últimamente, los Estados Unidos sí intervino a través de bombardeos y sanciones económicas, que al final forzaron al presidente yugoslavo Slobodan Milosevic y a los líderes de los serbios bosnios a aceptar los Acuerdos de Dayton, una división en tres de Bosnia en zonas dominadas por musulmanes, croatas y serbios, bajo la supervisión de una fuerza pacificadora de la ONU.
En 1997, Clinton designó a Albright secretaria del Estado para su segundo término en la presidencia. Tan derechista y militarista era su registro que ella fue confirmada por un voto de 99 contra 0 en el Senado, un voto unánime bipartidista que incluyó a reaccionarios como Jesse Helms y Strom Thurmond y el militarista mayor John McCain.
Una de las prioridades principales de Albright era la expansión de la OTAN, que confirmó a tres exmiembros del bloque soviético, Polonia, Hungría y el lugar de nacimiento de Albright, la República Checa, en 1999. Fue un repudio claro de promesas que Washington le había dado a Mijaíl Gorbachov durante la disgregación de la Unión Soviética, de que la OTAN no expandiría al territorio del antiguo Pacto de Varsovia.
Cuando estalló una nueva crisis en Kosovo en 1999, con batallas entre albaneses y serbios, Albright encabezó una campaña para la intervención militar, en que describía el conflicto étnico como un genocidio dirigido por Milosevic, una descripción que terminó siendo una enorme exageración. En una conferencia en el Chateau de Rambouillet en la Francia, ella amenazó a una delegación serbia con un bombardeo de EE.UU. y la OTAN, mientras le presentaba un ultimátum que incluía aceptar el derecho de 30.000 soldados de la OTAN a ir a cualquier parte de lo que quedaba de Yugoslavia, un hecho que esencialmente transformaría al país en una colonia del imperialismo.
Cuando los serbios y los rusos abandonaron la reunión, Albright proclamó que los delegados albaneses –miembros del Ejército de Liberación de Kosovo, un grupo mafioso vinculado en el narcotráfico y el tráfico de órganos– eran luchadores por la libertad que merecían apoyo internacional. Dentro de días, una campaña intensiva de bombardeo inició que perduró 78 días y acabó con la vida de miles.
El daño infligido a las ciudades principales yugoslavas, particularmente la capital Belgrado, más tarde fue estimado a más de $30 mil millones, una suma que incluía 20.000 hogares, muchos edificios gubernamentales, docenas de hospitales y otras instalaciones de asistencia médica, y mucho de la infraestructura básica del país –carreteras, puentes, plantas potabilizadoras y depuradoras y aeropuertos.
En su salvajismo, así como en su violación descarada de la ley internacional, el ataque de EE.UU. y la OTAN contra Serbia hace que uno se burle hoy frente a las afirmaciones presentes de que el ataque reaccionario de Putin contra Ucrania sea un incumplimiento sin precedentes de normas internacionales que han existido en Europa desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Las potencias imperialistas mutilaron un país soberano, Yugoslavia, y redibujó sus fronteras, al reconocer la independencia de Kosovo –durante mucho tiempo una parte de Serbia– y al hacer cumplir con la mudanza forzada de cientos de miles de serbios, primero de Croacia, luego de Bosnia, más tarde de Kosovo. El asalto militar no provocado de una ciudad europea importante no inició con Kiev en 2022 pero con Belgrado en 1999 (seguido por Donetsk en 2014, cuando fuerzas ucranianas bombardearon a secesionistas prorrusos).
No hay tiempo ni espacio suficiente para explorar cada crimen con que este “ícono feminista” del imperialismo estadounidense está involucrado. Fue una defensora a ultranza de los dictadores sanguinarios alineados con Estados Unidos, como Hosni Mubarak de Egipto y Suharto de Indonesia. Mientras era embajadora estadounidense a la ONU, ella impuso el veto estadounidense contra cualquier intervención extranjera para detener el genocidio en Ruanda. Como secretaria del Estado, abogó por la supremacía estadounidense a una escala mundial, y describió los Estados Unidos como “la nación indispensable”, que tenía que ser el punto focal de todos los asuntos importantes globales.
Albright fue el producto de una élite bipartidista de política extranjera dedicada a la promoción del dominio mundial del imperialismo estadounidense. Su padre, después de salir de Checoslovaquia después de la toma del poder estalinista, enseñó las relaciones internacionales en la Universidad de Denver, donde uno de sus estudiantes de posgrado fue Condoleeza Rice, asesora de Seguridad Nacional y más tarde secretaria del Estado para George W. Bush, y una de los arquitectos principales de la guerra en Irak.
La misma Albright estudió en Wellesley y luego en la Universidad de Columbia, donde ella ganó su doctorado bajo la tutela de Zbigniew Brzezinski en 1976. Cuando Brzezinski convirtió en el asesor de Seguridad Nacional de Jimmy Carter en 1977, llevó a Albright al Consejo de Seguridad Nacional, en que ella era su intermediario con el Congreso.
Independientemente rica a través de su matrimonio con millonario de la industria editorial Joseph Albright, ella llegó a ser una recaudadora de fondos alta para el Partido Demócrata y avanzó dentro de los círculos de la política extranjera, en que avisó a Carter, luego a candidatos presidenciales Walter Mondale en 1984, Michael Dukakis en 1988 y Bill Clinton en 1992. Fue Clinton el que le nombró embajadora a la ONU en 1993 y secretaria del Estado en 1997.
Después de salir de la Casa Blanca en 2001, fundó el Albright Stonebridge Group, una empresa de consultoría de gestión que especializaba en la gestión del riesgo en lo extranjero, y se convirtió en la madrina de una horda de operativos de política extranjera para futuras administraciones demócratas. Como observó columnista David Ignatius el jueves, “Los discípulos de Albright nos rodean. Wendy Sherman, su colega devota durante décadas, es subsecretaria del Estado y casi cada miembro del equipo de política extranjera de la administración de Biden puede trazar una línea a Albright”.
Más significantemente, Albright llegó a ser la presidenta del Instituto Nacional Democrático (IND) en 2001 y ocupó esa posición hasta su muerte. El IND es una sección del estado capitalista, financiado por la CIA para promocionar las fuerzas proimperialistas y subvertir cualquier tendencia radical u oposicionista que pudiera amenazar los intereses corporativos estadounidenses en países por todo el mundo.
En esa capacidad, Albright estaba profundamente involucrada en todos los crímenes del aparato militar de inteligencia durante las primeras dos décadas del siglo XXI, desde Afganistán hasta Irak y Ucrania. La celebración de su vida y trabajo por los medios corporativos, y por políticos demócratas y republicanos, es una demostración del consenso bipartidista de que toda cosa es permisible, sin importar lo antidemocrático y sangriento que sea, para defender las ganancias y los intereses globales de la aristocracia financiera estadounidense.
(Artículo publicado originalmente en inglés el 25 de marzo de 2022)