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Perspectiva

El legado derechista de Jimmy Carter

La muerte del expresidente Jimmy Carter a la edad de 100 años ha sido tomado como ocasión para canonizarlo. Los medios corporativos, los mandatarios actuales y pasados Biden, Trump, Clinton y Bush y una multitud de líderes del capitalismo mundial han unido manos en loar a Carter como el paladín de la paz, los derechos humanos y la ayuda a los pobres y oprimidos. 

El presidente Jimmy Carter habla sobre energía ante una sesión conjunta del Congreso en Washington, 21 de abril de 1977. El presidente de la Cámara de Representantes, Thomas “Tip” O’Neil a su derecha y el vicepresidente Walter Mondale a la izquierda. [AP Photo/AP file photo]

Carter dejó el cargo en enero de 1981, por lo que más de la mitad de los estadounidenses, y mucho más de la mitad de la población mundial, no recuerdan nada de su presidencia. Quizá sepan algo de su postpresidencia, que combinó esfuerzos humanitarios en los países más pobres del mundo –Hábitat para la Humanidad, campañas contra la lombriz de Guinea y otras enfermedades debilitantes— con ocasionales misiones diplomáticas en nombre del imperialismo estadounidense. 

La cuestión para la clase obrera no es evaluar a Carter como ser humano en comparación con quienes lo sucedieron en la Casa Blanca. El empeoramiento en este ámbito es inconfundible y refleja el declive de la clase dominante estadounidense en su conjunto, culminando con el belicista senil Biden y el fascista demente Trump. 

El propósito de este breve repaso a la historia de la presidencia de Carter es hacer una valoración marxista de un presidente que, como todos los dirigentes del imperialismo estadounidense, defendió los intereses de la élite capitalista dominante contra sus enemigos en el exterior y, sobre todo, contra la clase obrera en su propio país. 

Los cuatro años de presidencia de Carter fueron un punto de transición crítico en la política estadounidense. Marcó un cambio definitivo en la trayectoria política del Partido Demócrata, que se estaba desplazando bruscamente hacia la derecha, rompiendo su asociación con las reformas sociales limitadas. Éstas se iniciaron con el “Nuevo Trato” de Roosevelt en la década de 1930 y continuaron con el “Trato Justo” de Truman, la “Nueva Frontera” de Kennedy y la “Gran Sociedad” de Lyndon Johnson, para terminar con la debacle de la guerra de Vietnam en la década de 1960. 

El Gobierno de Nixon también naufragó por la guerra de Vietnam y el declive general de la posición económica del capitalismo estadounidense, que se reflejó con mayor crudeza en el fin del patrón dólar-oro en agosto de 1971. Nixon emprendió bruscamente contra la clase obrera, pero no pudo proseguir sus esfuerzos para aplacar las luchas por mejoras salariales e imponer medidas de austeridad, ya que su Administración se desintegró en el escándalo de Watergate. Nixon se vio obligado a dimitir en agosto de 1974, sucediéndole Gerald Ford, su vicepresidente no electo. El indulto de Ford a Nixon y su incapacidad para contener la inflación llevaron a la élite gobernante a buscar un sustituto que pudiera, al menos temporalmente, proporcionar cierta estabilidad. 

El presidente Jimmy Carter, centro, acompañado por el primer ministro israelí Menachem Begin y el presidente egipcio Anwar Sadat, durante una rueda de prensa al concluir sus discusiones sobre una Paz en Oriente Próximo, en el centro vacacional Camp David, Maryland, septiembre de 1978 [AP Photo/AP file photo]

El Gobierno federal estaba ampliamente desacreditado, no solo por la irrupción y el encubrimiento del Watergate que llevaron a la dimisión de Nixon, sino por toda una serie de revelaciones de criminalidad gubernamental: el programa de vigilancia ilegal COINTELPRO del FBI, las provocaciones e incluso asesinatos; los asesinatos y complots golpistas de la CIA expuestos en la investigación del comité Church; la identificación del Gobierno estadounidense con crímenes como el golpe militar en Chile que dejaron a decenas de miles de jóvenes y trabajadores masacrados. 

La función de Carter era renovar el historial manchado de sangre del imperialismo estadounidense, tras décadas de guerras, golpes de Estado y asesinatos, con la ridícula pretensión de que la política exterior de la nación imperialista más poderosa se basaría ahora en la defensa de los “derechos humanos”. Al mismo tiempo, tras la abierta criminalidad y corrupción de la Administración de Nixon, Carter proyectó una imagen de piedad y modestia personal y prometió establecer un Gobierno que “nunca les mentiría”. 

Cuando anunció su candidatura a la presidencia de Estados Unidos, a finales de 1974, no sería exagerado describir a Carter como un completo desconocido para el público estadounidense. Un antiguo asistente recordaba que Carter acudió al popular concurso “¿Cuál es mi línea?” y ninguno de los panelistas pudo identificarlo como el gobernador de Georgia. 

El presidente Jimmy Carter escucha al senador Joseph R. Biden (demócrata de Delaware) mientras esperan a hablar en una recaudación de fondos en la Padua Academy, Wilmington, Delaware, 20 de febrero de 1978 [AP Photo/Barry Thumma]

Su ascenso a la candidatura presidencial demócrata fue el producto de un esfuerzo bien orquestado en los círculos gobernantes. Carter fue invitado a la Comisión Trilateral, el panel financiado por el banquero de Chase Manhattan David Rockefeller y dirigido por el fanático profesor anticomunista Zbigniew Brzezinski para preparar a los defensores de las políticas exigidas por la élite financiera: austeridad fiscal en casa y erizado militarismo antisoviético en el exterior. 

Brzezinski se convirtió en el gurú de la política exterior del candidato demócrata y luego durante todo su mandato ocupó el cargo de asesor de Seguridad Nacional, un cargo previamente ocupado por Henry Kissinger. Allí encabezó acciones en todo el mundo que fueron precursoras del actual impulso del imperialismo estadounidense hacia la Tercera Guerra Mundial. 

El objetivo principal era proseguir la Guerra Fría de la forma más agresiva posible. Fue Brzezinski quien concibió el plan de convertir Afganistán en el “Vietnam de Rusia”, un desastre estratégico de la magnitud de aquel sufrido por Washington en el sudeste asiático, que socavaría la estabilidad interna de la Unión Soviética. La ayuda militar estadounidense a las guerrillas islamistas que combatían el Gobierno prosoviético de Kabul acabó desencadenando la reaccionaria invasión soviética de Afganistán en 1979, un proceso muy similar al impulso estadounidense de la última década que utilizó la expansión de la OTAN para provocar la invasión rusa de Ucrania. 

Fue la política exterior de Carter y Brzezinski la que llevó al multimillonario saudí Osama bin Laden a Afganistán y dio origen a Al Qaeda y al terrorismo fundamentalista islámico. Brzezinski comentaría más tarde que “unos cuantos musulmanes agitados” representaban un pequeño precio a pagar por el colapso de la Unión Soviética. Como parte de este enfoque antisoviético, Carter completó el acercamiento a China iniciado por Nixon-Kissinger, otorgándole pleno reconocimiento diplomático con el fin de utilizar a Beijing contra Moscú, que se percibía entonces como la mayor amenaza para el dominio mundial de Estados Unidos. 

En el bombardeo mediático de los últimos días se ha hablado mucho del papel de Carter como mediador en los Acuerdos de Camp David de 1979, que pusieron fin a la amenaza militar más peligrosa para Israel al cimentar un acuerdo de “paz” con Egipto. Esto dio a Israel vía libre para llevar a cabo ataques sin restricciones contra el pueblo palestino, un camino que condujo directamente a la limpieza étnica de Cisjordania por colonos judíos fascistas y al genocidio en curso en Gaza. 

Se ha hablado aún menos de cuando Carter anunció que cualquier amenaza militar a los campos petrolíferos del golfo Pérsico se consideraría un importante desafío a la seguridad nacional de Estados Unidos que requeriría la intervención militar estadounidense. La “doctrina Carter” fue la respuesta estadounidense a la Revolución iraní, que derrocó al régimen ensangrentado del sha, el principal aliado de Estados Unidos junto con Israel, en Oriente Próximo. Sentó las bases para todas las futuras guerras estadounidenses en la región, incluida la guerra del golfo Pérsico de 1990-91, lanzada por George H. W. Bush, y la invasión y conquista de Irak en 2003, llevada a cabo por su hijo, George W. Bush. 

Todos estos planes, que prefiguraban en muchos aspectos el enfoque actual de la política exterior imperialista estadounidense, quedaron en pedazos debido a convulsiones revolucionarias. El golpe más contundente lo asestó la Revolución iraní, que derrocó el régimen del sha, que había gobernado el país como un monarca absoluto desde que el golpe de 1953, respaldado por la CIA, derrocara al gobierno electo de Mosaddeq. La policía secreta del sha, la Savak, se había convertido en sinónimo de tortura y asesinato. 

Carter dejó a un lado su retórica sobre los derechos humanos cuando se trató delsSha, ya que el déspota era el gendarme estadounidense de Oriente Próximo, junto con Israel, utilizando su poder militar y petrolero como aliado imperialista clave. En un notorio incidente, Carter fue festejado por el sha en un banquete en Teherán en la Nochevieja de 1977. “Irán, gracias al gran liderazgo del sha, es una isla de estabilidad en una de las zonas más turbulentas del mundo”, declaró Carter. “Este es un gran tributo a usted, majestad, y a su liderazgo y al respeto y la admiración y el amor que le profesa su pueblo”. En apenas un año, el sha huyó del país cuando millones de personas se echaron a la calle contra él. 

El Gobierno estadounidense no pudo aplastar la revolución iraní de febrero de 1979 ni la revolución sandinista en la pequeña Nicaragua ese mismo año, y Carter se vio obligado por las crecientes presiones nacionalistas en Panamá a firmar un tratado para devolver la zona del canal para 1999. Fueron retrocesos inevitables por la oposición popular en casa a las aventuras militares estadounidenses, tras Vietnam, pero aun así fueron denunciados por el ala derechista del Partido Republicano y se convirtieron en la base de la campaña electoral de Ronald Reagan en 1980. 

El golpe final en este frente, a ojos de la élite gobernante estadounidense, fue el enfrentamiento con Irán por los rehenes, desencadenado por la decisión, a instancias de Brzezinski y Kissinger, de admitir al sha depuesto en Estados Unidos, supuestamente para que recibiera “tratamiento médico”. Un grupo de estudiantes iraníes asaltaron entonces la Embajada de EE.UU. en Teherán y se apoderaron de personal estadounidense, exigiendo la repatriación del sha a cambio de los rehenes, para que pudiera ser juzgado por asesinatos en masa y otros crímenes contra el pueblo iraní.  

Las crisis de Irán y Afganistán dieron lugar a dos importantes decisiones de Carter sobre política de seguridad nacional. La primera, tomada a raíz de una fallida operación para rescatar a los rehenes que acabó con un accidente de helicóptero en el desierto iraní en el que murieron ocho soldados, fue la creación del Mando Conjunto de Operaciones Especiales (JSOC). Se trata de la fuerza antiterrorista que ahora incluye a los Navy Seals, los Army Rangers y otras unidades asesinas de élite. La segunda fue el inicio de una campaña mundial contra la URSS, que abarcó desde el boicot a los Juegos Olímpicos de Moscú de 1980 hasta una acumulación masiva de armas estratégicas, que precedió a las políticas llevadas a cabo por la Administración de Reagan. Hasta ahí llegó “el pacificador” Carter, como tituló su obituario el New York Times

En política interior, los cambios inaugurados bajo Carter fueron en muchos aspectos incluso más trascendentales que los de política exterior, aunque éstos deban resumirse más brevemente. Carter era un conservador fiscal, diciéndoles a sus ayudantes que estaba más cerca del Partido Republicano que de los demócratas en estas cuestiones. Su Administración se opuso a cualquier ampliación significativa de los programas sociales establecidos en los años 60, como Medicare y Medicaid, y abandonó cualquier pretensión de “la guerra contra la pobreza”. 

En su lugar, Carter abrazó la economía convencional de derechas de “libre mercado”, incluida la desregulación de sectores clave de la economía, empezando por las aerolíneas, la industria del transporte por carretera, los ferrocarriles y la producción y distribución de gas natural. En esto seguía el mismo camino que Margaret Thatcher en Reino Unido, que llegó al poder en 1979, J. R. Jayawardene en Sri Lanka (1977), y otros políticos de la clase dominante de todo el mundo, en su respuesta a la crisis global del capitalismo. 

Haciendo hincapié en la necesidad estratégica de que Estados Unidos redujera sus costes energéticos y su dependencia de las importaciones de petróleo, tras el embargo petrolero árabe de 1973-74, la Administración de Carter se puso del lado de las empresas del carbón en su ataque contra los mineros del carbón, que desencadenó una huelga de 111 días de más de 160.000 miembros del sindicato United Mine Workers (UMW). En marzo de 1978, cuando la huelga cumplía su tercer mes, Carter dictó una orden de vuelta al trabajo en virtud de la ley antiobrera Taft-Hartley. Los mineros desafiaron la orden y Carter no pudo hacerla cumplir, ni siquiera después de llamar a la Guardia Nacional. Solo las traiciones del UMW y los dirigentes de la confederación sindical AFL-CIO impusieron finalmente un acuerdo y pusieron fin a la huelga. 

El movimiento trotskista en Estados Unidos, entonces conocido como la Workers League, predecesora del Partido Socialista por la Igualdad, luchó enérgicamente para alertar a la clase obrera de los peligros de la Administración de Carter, particularmente en el curso de la huelga de los mineros del carbón, cuando el Bulletin, el periódico del partido, circulaba ampliamente en los campos de carbón. Tuvo tanta influencia que, según un funcionario del UMW, en una reunión en la Casa Blanca, el presidente blandió un ejemplar del Bulletin y expresó su indignación porque contenía detalles de las propuestas de contrato que Carter y las empresas del carbón pretendían imponer. 

Sorprendentemente, ni siquiera se menciona la huelga de los mineros del carbón y la fallida invocación de la ley Taft-Hartley en los extensos obituarios de Carter publicados en el New York Times y el Washington Post, que marcaron la pauta de la cobertura aduladora en el conjunto de los medios de comunicación. Pero la experiencia de la huelga de 1977-78 fue decisiva, tanto para alejar del Partido Demócrata a amplios sectores de la clase trabajadora, especialmente en los Apalaches, como para la pérdida de confianza política de la élite empresarial gobernante en Carter. 

El giro a la derecha bajo Carter se aceleró tras su fracaso en aplastar a los mineros. Wall Street exigía medidas para sofocar la militancia de la clase obrera y posibilitar un ataque frontal a las conquistas sociales logradas por los trabajadores estadounidenses en el periodo comprendido entre los años treinta y setenta. Para encabezar este ataque social, Carter nombró al banquero Paul Volcker director de la Reserva Federal en agosto de 1979. Volcker elevó los tipos de interés hasta un inaudito 20 por ciento, sumiendo a la economía estadounidense en una recesión. La inflación de precios en el supermercado y la gasolinera, impulsada especialmente por las crisis de Oriente Próximo, se combinó con un rápido aumento del desempleo. 

Al mismo tiempo, Carter preparó a la burocracia sindical para el primer gran ejemplo de corporativismo, el rescate federal de la Chrysler Corporation. El presidente del UAW, Douglas Fraser, entró en la Junta Directiva de la empresa, y el sindicato impulsó recortes a salarios, pensiones y otras prestaciones bajo el pretexto de “salvar puestos de trabajo”. Este fue el punto de partida de la transformación de los sindicatos, que dejaron de ser organizaciones de trabajadores, por limitadas y burocratizadas que estuvieran, para convertirse en la policía industrial de las grandes empresas que son hoy. 

En el curso de este proceso, Carter dio luz verde a la elaboración de planes para aplastar al sindicato de controladores aéreos PATCO, aunque debido a su derrota electoral en 1980, la destrucción real del sindicato, vengando la humillación del Gobierno por parte de los mineros del carbón, fue llevada a cabo por Reagan. Esto sentó las bases para la ofensiva antiobrera de huelgas rotas y traicionadas durante toda la década de 1980. 

Cualquier evaluación de la Administración de Carter debe basarse en esta historia, de cuatro de los años más trascendentales en la lucha de clases, a nivel mundial y dentro de Estados Unidos. Este repaso subraya la cuestión política central a la que se enfrenta hoy la clase obrera estadounidense, como lo hizo durante la presidencia de Carter: la urgente necesidad de liberarse de la camisa de fuerza política del Partido Demócrata y de todo el sistema bipartidista controlado por las corporaciones, y establecer su independencia política mediante la construcción de un movimiento de masas de la clase obrera por el socialismo.

(Artículo publicado originalmente en inglés el 30 de diciembre de 2024)

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