Durante los últimos días, las universidades estadounidenses se han vuelto escenarios de ataques policiales violentos contra estudiantes. Un gran número de jóvenes que se manifestaban pacíficamente contra el genocidio en marcha de Israel en Gaza—uno de los crímenes más espantosos de la historia en solo sus primeros seis meses—han sido arrestados, posiblemente 1.000 en total.
La policía ha sido desplegada con equipos de combate y montada a caballo. Se han colocado francotiradores en techos de las universidades. Los oficiales han utilizado armas de electrochoque (Taser) con los estudiantes. En la Universidad de Emory, los profesores que protegieron a los estudiantes fueron violentamente arrestados.
Si esto hubiera ocurrido en un país como Irán, los medios de comunicación estadounidenses estarían saturados de cobertura y demandas de una “intervención humanitaria” para proteger a los manifestantes. Pero es Estados Unidos. Así que los medios y los políticos tildan de “antisemitas” a los estudiantes, quienes protestan pacíficamente una matanza. La amalgama burda y evidente es que toda oposición a la limpieza étnica de los palestinos a manos de Israel constituye antisemitismo.
La propaganda y la represión policial se organizan desde el Despacho Oval. Cuando se le preguntó sobre las manifestaciones en una conferencia de prensa el lunes 22 de abril, Biden dijo: “Condeno las protestas antisemitas”. Un día antes, Biden emitió un comunicado de prensa que afirmaba que “el antisemitismo es reprensible y no tiene cabida en los campus universitarios”.
Anunció la creación de una nueva burocracia policial para monitorear las universidades con el nombre orwelliano “Estrategia Nacional para Contrarrestar el Antisemitismo”, prometiendo poner “toda la fuerza del Gobierno federal a disposición de la protección de la comunidad judía”.
La supuesta preocupación de Biden por el antisemitismo queda desmentida por el hecho de que la Casa Blanca aplasta la oposición al genocidio de Israel colaborando con los antisemitas reales del Partido Republicano, incluidos los defensores de la “teoría del gran reemplazo” que sostiene que hay un complot judío para eliminar a los cristianos blancos de Estados Unidos. Y Biden ha transferido miles de millones de dólares en máquinas de matar a un Gobierno en Ucrania que celebra como su mayor héroe nacional a Stepan Bandera, cuyos seguidores ucranianos participaron en el asesinato masivo de judíos de Europa del este bajo Hitler.
Por supuesto, habrá esfuerzos extraordinarios para distanciar a Biden de su propia política y para promover la absurda ficción de que de alguna manera es posible obligarlo a “escuchar” las mismas protestas que está tratando de aplastar. Esta es la especialidad de organizaciones como los Socialistas Democráticos de Estados Unidos (DSA, siglas en inglés), que de hecho es una facción dentro del Partido Demócrata.
Pero la realidad de lo que es el Gobierno de Biden y que está dispuesto a hacer—destruir la democracia en nombre de salvarla— no derivan de lo que sus parásitos de izquierda desean creer al respecto, sino de los intereses de clase que representa en realidad el Partido Demócrata y de toda su historia.
Es el partido electoral capitalista más antiguo del mundo. Si bien algunas de sus características de larga data ya habían surgido en la guerra civil, por ejemplo, su promoción de la ideología racial para manipular a la clase trabajadora, el Partido Demócrata moderno apareció en un punto aproximadamente a la mitad de la era de Andrew Jackson en las décadas de 1820 y 1830 y la Administración de Biden en la actualidad: durante la Administración de Woodrow Wilson (1913-1921).
Fue en ese momento que el Partido Demócrata se convirtió en el partido preferido del imperialismo estadounidense. Esto se confirma del hecho de que durante décadas todas las guerras importantes se iniciaron con un demócrata en la Casa Blanca: la Primera Guerra Mundial (Wilson); la Segunda Guerra Mundial (Franklin Roosevelt); la Guerra de Corea (Truman); y la Guerra de Vietnam (Kennedy y Johnson).
Estas grandes guerras requirieron cambios en la economía y la disciplina de la fuerza laboral. En esto, un papel crucial siempre fue desempeñado por la burocracia sindical, que, para tomar prestada una frase de Trotsky, “cayó en el abrazo de acero del Estado imperialista” en los Estados Unidos a través del Partido Demócrata precisamente en los momentos de guerra.
Samuel Gompers de la American Federation of Labor (AFL) intentó prestar este servicio a Wilson durante la Primera Guerra Mundial, y Walter Reuther del United Auto Workers (UAW), junto con varios otros jefes sindicales, hicieron lo mismo con Roosevelt, Truman, Kennedy y Johnson. Shawn Fain, del UAW, está ocupado audicionando para este papel en la actualidad.
Las grandes guerras del siglo XX también exigieron la imposición de una cultura militarista para controlar el discurso y el pensamiento políticos. La influencia sustancialmente mayor que los demócratas han ejercido en la intelectualidad liberal y la industria del entretenimiento los ha hecho más útiles para este propósito que los republicanos. Como dijo Randolph Bourne en 1917 durante la Primera Guerra Mundial, era el papel de los intelectuales abrir “las compuertas” que “nos inundan con las aguas residuales del espíritu de guerra”.
Pero la lealtad de la burocracia sindical y los intelectuales a la guerra imperialista, que solo ha podido entregar el Partido Demócrata, siempre ha tenido un lado más oscuro de la represión a ultranza. En la guerra de Vietnam, los Gobiernos de Kennedy y Johnson expandieron dramáticamente la organización secreta COINTELPRO, que tenía como objetivo principal paralizar a las organizaciones contra la guerra.
En la Segunda Guerra Mundial, el Gobierno de Roosevelt utilizó la Ley Smith para prohibir la oposición interna a la guerra, procesando por sedición a casi toda la dirección del Socialist Workers Party (SWP; Partido Socialista de los Trabajadores), con la notable excepción de Joseph Hansen, quien más tarde se reveló que era un informante del FBI.
Pero el precedente de todo lo que siguió fue la operación masiva del Gobierno de Wilson para sofocar la resistencia a la Primera Guerra Mundial. Su Ley de Espionaje, que sigue vigente y probablemente se utilice para enjuiciar a Julian Assange, efectivamente ilegalizó la oposición a la guerra, afirmando que tal actividad interfería con las operaciones del ejército. La Ley de Espionaje se utilizó para procesar y encarcelar a Eugene Debs, la figura fundadora del socialismo estadounidense, por oponerse a la entrada de Estados Unidos en la guerra en su famoso “Discurso de Canton”.
Bajo la Ley de Espionaje y las leyes afines promulgadas a nivel estatal, cientos de socialistas y militantes sindicales fueron encarcelados. La prensa extranjera fue obligada a presentar al director general de Correos copias traducidas de todas sus publicaciones. La Administración de Wilson efectivamente piputaron a una organización de vigilancia masiva, llamada la American Protective League, que llevó a cabo ataques violentos contra huelgas y organizaciones radicales.
Tales tácticas continuaron después de la guerra, dirigidas y organizadas por la American Legion y el Ku Klux Klan. Los inmigrantes radicales fueron un blanco en particular, incluyendo las “redadas de Palmer” bajo Wilson, que detuvieron a miles y deportando a cientos en los meses posteriores a la entrada en la guerra.
El problema crucial que enfrentó Wilson, y que hoy enfrenta Biden, es evitar una convergencia de la clase trabajadora con la oposición a la guerra. A pesar de los esfuerzos de Gompers, Wilson enfrentó la mayor ola de huelgas en la historia de Estados Unidos. Más de 1 millón de trabajadores hicieron huelga en 1917 y 1918, y luego 4,5 millones se declararon en huelga en 1919. Al mismo tiempo, la Revolución Bolchevique tomó el poder en Rusia y, bajo Lenin y Trotsky, declaró la “guerra a la guerra”. En estas condiciones, el programa de represión de Wilson fue un esfuerzo desesperado, solo parcialmente exitoso, para evitar la influencia del socialismo en la clase trabajadora.
Al igual que la Administración de Wilson, la Casa Blanca de Biden busca bloquear la oposición a la guerra que teme que se fusione con el movimiento emergente de la clase trabajadora. Pero Biden lo hace en condiciones muy diferentes.
En los días de Wilson, el capitalismo estadounidense estaba en ascenso. Durante décadas, el capitalismo estadounidense ha tratado de compensar su declive económico a largo plazo afirmando cada vez más violentamente su dominio militar.
Desde la disolución de la Unión Soviética en 1991, Washington y sus representantes han librado una serie ininterrumpida de guerras: Irak, Somalia, Serbia, Afganistán, Yemen, Libia, Siria, Ucrania y Gaza, por nombrar las más sangrientas. Las guerras han matado y desplazado a millones, han costado billones de dólares y han envenenado la cultura y la vida intelectual estadounidenses. Sin embargo, su efecto ha sido acelerar el declive económico estadounidense, lo que últimamente ha planteado dudas incluso sobre el estado del dólar como moneda de reserva mundial.
Y ahora está claro que estas guerras, que forman un cerco alrededor de Eurasia con el centro geográfico en Oriente Próximo, han sido preparatorias para una Tercera Guerra Mundial, que de hecho ya está en sus etapas iniciales.
Como señalamos en una perspectiva reciente al comentar sobre la promulgación de la ley por parte de Biden de otro tramo masivo de fondos de guerra:
Al vincular en una sola legislación el gasto de guerra para Ucrania, Israel y Taiwán, el proyecto de ley significa que el Gobierno de Biden y la élite gobernante estadounidense en su conjunto no ven estos conflictos como separados y distintos. Son, más bien, teatros conectados de una guerra global. El imperialismo estadounidense está luchando en un vasto frente que se extiende desde el océano Ártico hasta el mar Negro, luego a través de Oriente Próximo y Asia central, hasta China y el Pacífico.
Entre los demócratas y los republicanos, no hay diferencias de principios, solo sobre cómo presentar y desplegar el programa de dominación mundial.
Por lo tanto, es urgente que la juventud que protesta por el genocidio saque las conclusiones políticas necesarias y rompa de una vez por todas con el Partido Demócrata y las fuerzas políticas agrupadas en torno a él. Deben recurrir conscientemente a la fuerza revolucionaria que tiene los medios y la motivación para poner fin a la guerra y al sistema capitalista que la engendra: la clase obrera estadounidense e internacional.
(Artículo publicado originalmente en inglés el 26 de abril de 2024)