El 7 de septiembre, Día de la Independencia de Brasil, el presidente fascistizante del país, Jair Bolsonaro, pronunció una perorata de extrema derecha centrada en lo que definió como una identidad nacional basada en el “temor a Dios”, el “respeto a la familia” y la lucha por la “libertad” y contra el “comunismo”.
En su discurso de dos minutos y medio pronunciado en la televisión y la radio nacional en horario de máxima audiencia, Bolsonaro omitió cualquier mención al desastre social causado por la respuesta criminal a la pandemia de COVID-19 por parte de su Gobierno y la clase dominante brasileña en su conjunto.
En cambio, presentó una descripción corta y retorcida de Brasil en la que “los brasileños siempre derramaron su sangre por la libertad”.
La breve declaración comenzó resucitando viejos tropos sobre la “armonía racial” en Brasil; que “la identidad nacional se empezó a trazar mediante el mestizaje entre indios, blancos y negros”. Estas concepciones se han utilizado históricamente para imponer la “unidad nacional”, negar la desigualdad social y retratar a los movimientos que se oponen a ella como agentes de “injerencia extranjera”.
Bolsonaro luego trazó una línea directa desde la independencia en 1822 hasta la delirante afirmación de que Brasil había rechazado “numerosas invasiones” en el siglo XIX, que en realidad estuvo dominado por guerras civiles. Luego pasó a la participación del ejército brasileño en la Segunda Guerra Mundial “para ayudar al mundo a derrotar al fascismo y al nazismo” y, finalmente, a su tema principal, al golpe de Estado respaldado por Estados Unidos en 1964 contra el presidente nacionalista burgués João Goulart.
Bolsonaro afirmó que “en la década de 1960, cuando la sombra del comunismo nos amenazaba, millones de brasileños que se identificaban con el deseo nacional de preservar las instituciones democráticas salieron a las calles contra un país dominado por la radicalización ideológica, las huelgas, el desorden social y la corrupción generalizada”.
Concluyó retratando su propia Administración como la continuación de esta historia, afirmando que “ayer ganamos, ganamos ahora y siempre ganaremos”.
El elogio abierto al sangriento golpe de 1964, que estableció una dictadura de 21 años e inició una serie de derrocamientos militares respaldados por Estados Unidos en América del Sur, como un movimiento que cumple el deseo de “millones” en un momento de “desorden social” y “ huelgas “no es solo una falsificación histórica, sino una grave amenaza.
Bolsonaro, un excapitán del Ejército que pasó toda su carrera de 28 años como diputado por el estado de Río de Janeiro realizando apologías por los actos más crueles de represión militar del régimen, ha estado obsesionado con el estallido de un “desorden social” en Brasil desde el primer día de su Administración.
Las autoridades del Congreso, la Corte Suprema, los Gobiernos estatales y la prensa suelen descartar sus amenazas de golpe de Estado como delirantes e intrascendentes. Esta fue la respuesta del sistema gobernante en abril, luego de que Bolsonaro participara en un mitin fascista frente al cuartel general del Ejército en la capital de Brasilia para pedir la ilegalización de cualquier oposición a su flagrante mal manejo de la pandemia de COVID-19. Su actitud fue resumida por el diario conservador Estado de S. Paulo, que editorializó: “Es reconfortante darse cuenta, sin embargo, que, esta vez, las autoridades de todas las instituciones de la República reaccionaron con fuerza ante otra ofensa a la democracia de Bolsonaro y sus seguidores”.
Solo tres días después de la apelación fascista del Día de la Independencia de Bolsonaro, el presidente saliente de la Corte Suprema, el juez Dias Toffoli, declaró que “nunca había visto directamente de parte de Bolsonaro o sus ministros ninguna acción contra la democracia”. Esta declaración se hizo incluso cuando la Corte Suprema juzga casos que vinculan a Bolsonaro con la organización de las manifestaciones de extrema derecha en las que el presidente participa habitualmente, y en medio de la elaboración por parte del Ministerio de Justicia de la denominada “lista antifascista” de servidores públicos, en su mayoría funcionarios policiales, que se considera que no se adhieren lo suficiente al impulso de Bolsonaro de construir una base de extrema derecha dentro de las fuerzas policiales, prácticamente poniéndolos en la mira de sus partidarios.
Las amenazas de Bolsonaro y las referencias abiertas a la legitimidad de una toma de poder militar no provienen de su personalidad psicótica, por más trastornada que sea, sino de las exigencias más amplias del capitalismo brasileño, cuya crisis se ha profundizado masivamente por el impacto mundial de la pandemia COVID-19. Al igual que con Donald Trump en Estados Unidos y otros líderes mundiales fascistizantess, Bolsonaro no es la causa, sino el producto de un amplio giro hacia el autoritarismo ante la crisis más profunda del capitalismo desde la década de 1930.
El enfoque particular de su discurso sobre el papel de las “huelgas” en la situación en Brasil en 1964, que se caracterizó principalmente por una amplia ofensiva de la clase trabajadora que los militares temían que se saliera del control del reformista burgués Goulart, es significativo. No es simplemente un punto de vista histórico de derecha, sino más bien una respuesta directa al estallido de la oposición de la clase trabajadora a las políticas homicidas de la burguesía brasileña y mundial hacia la pandemia del COVID-19 y su uso de la crisis para hacer avanzar sus intereses. con rescates corporativos, medidas de austeridad y reducción de salarios.
Esta reacción ya se está viendo en todo Brasil, donde los trabajadores automotores han comenzado a luchar contra un baño de sangre en sus plantas, los maestros y los padres se oponen a una campaña homicida de regreso a las aulas y los trabajadores brasileños de Correos están entrando en la cuarta semana de una huelga militante contra la destrucción de salarios y condiciones laborales.
Además, a la indignación por la indiferencia absoluta de la clase dominante ante las más de 130.000 muertes por COVID-19 y más de 4,3 millones de casos, se suma la creciente ira popular por el empobrecimiento masivo y el aumento de la inflación, a medida que el Gobierno recorta su llamado alivio de emergencia a 67 millones de trabajadores pobres, informales y desempleados a la mitad, a 300 reales (US $50) mensuales.
Solo dos días después del discurso de Bolsonaro, se informó que en varias ciudades, los mercados estaban racionando las ventas de productos básicos como arroz, leche y aceite de cocina. Los precios de estas materias primas han subido casi un 20 por ciento desde principios de año debido a la anárquica búsqueda de ganancias de los grandes productores capitalistas, que exportaban su producción en medio de una caída récord en el valor de la moneda nacional, el real.
El recorte a la ayuda de emergencia se combina con un aumento masivo en las cifras oficiales de desempleo, las cuales permanecían ocultas debido a que los trabajadores abandonaron la fuerza laboral para cuidar a sus familias en medio de la propagación descontrolada de la pandemia de COVID-19.
Esta situación socialmente explosiva amenaza a la clase dominante brasileña con un gran enfrentamiento con la clase trabajadora y se está preparando como consecuencia. Las amenazas de Bolsonaro se asemejan a la aterrorizada respuesta a la oposición masiva de la clase trabajadora en Estados Unidos por parte de la Administración de Trump, con la que Bolsonaro ha trabajado en estrecha coordinación en muchos temas geopolíticos.
Su condena de la “radicalización ideológica”, de la cual se burlan generalmente los expertos como una “locura de la Guerra Fría” intrascendente, es una imitación cercana de las propias denuncias de Trump de los alcaldes demócratas, e incluso del experimentado cómplice embustero de la patronal Joe Biden, tildándolos de “izquierdistas radicales”. Estas denuncias no están dirigidas contra los derechistas en el Congreso brasileño ni los sindicatos, sino contra la oposición de la clase trabajadora, que el Gobierno ya denunció como “terrorista” cuando estallaron las manifestaciones en junio, en medio de la ola mundial de oposición a la violencia policial y la desigualdad desencadenada por el asesinato de George Floyd.
Los preparativos para la represión involucran a muchos otros actores políticos más allá de Bolsonaro y su círculo íntimo. Esto fue subrayado por la escalofriante censura impuesta por los tribunales de Río de Janeiro contra el grupo de medios más poderoso de Brasil, el conglomerado Globo. A Globo se le prohibió publicar material que había obtenido de la investigación sobre la participación del hijo de Bolsonaro, Flávio, senador por Río de Janeiro, en un esquema de lavado de dinero. El caso vincula a la familia Bolsonaro con la pandilla de la “Oficina del Crimen”, una de las infames “milicias” de Río que aterrorizan las áreas de clase trabajadora de la ciudad y sus alrededores. Globo afirmó que la Fiscalía General de Río de Janeiro se estaba preparando para acusar formalmente a Flávio y avanzar hacia una acusación contra el propio Bolsonaro.
Los cargos de corrupción contra Bolsonaro han sido vistos como una forma “barata” para destituirlo de su cargo sin involucrar una votación formal de juicio político, que la oposición liderada por el Partido de los Trabajadores (PT) ha considerado “demasiado costoso” políticamente. Al mismo tiempo, la campaña de censura que ha acompañado al agravamiento de la crisis social brasileña indica que sectores importantes de la clase dominante pueden considerar que esos cargos también son “demasiado costosos”, ya que es posible que no puedan eliminar a Bolsonaro sin desestabilizar aún más todo el capitalismo brasileño.
En estas condiciones, la tarea más urgente que enfrentan los trabajadores brasileños es liberarse de la camisa de fuerza política impuesta por la oposición oficial a Bolsonaro, liderada por el PT y sus apologistas pseudoizquierdistas en el PSOL (Partido Socialismo y Libertad). Estás fuerzas están dedicadas a subordinar el creciente movimiento de la clase trabajadora a la estabilidad del Estado capitalista, colaborando en última instancia con la clase dominante en el fortalecimiento de las fuerzas represivas.
(Publicado originalmente en inglés el 14 de septiembre de 2020)