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Esta es la conclusión de una serie de tres partes en respuesta a la crítica del periodista iraní de televisión Ramin Mazaheri sobre la cobertura y apoyo del WSWS a la reciente explosión de ira de la clase trabajadora contra el régimen burgués-clerical de Irán. La Parte 1 se publicó el 15 de febrero y la Parte 2 el 16 de febrero.
La República Islámica y el imperialismo
Mazaheri objeta nuestra insistencia en que la política exterior de Irán no es antiimperialista. Teherán, de acuerdo con la naturaleza de clase de la República Islámica, persigue una política exterior nacionalista, dirigida a expandir la influencia estratégica y la riqueza de la burguesía iraní y, en particular, a llevar a cabo sus ambiciones de poder regional.
En nuestra respuesta anterior, señalamos que, “desde el principio”, el objetivo de los gobernantes de la República Islámica, “ha sido establecer una mayor libertad de acción para la burguesía iraní dentro del capitalismo mundial, incluso buscando lazos económicos más estrechos con el imperialismo europeo y japonés”.
“ Sin duda, en las últimas cuatro décadas, el imperialismo estadounidense ha montado una campaña implacable contra Irán, bajo Gobiernos demócratas y republicanos por igual, imponiendo sanciones económicas punitivas y ejerciendo una presión militar masiva. Pero los líderes de la República Islámica han hecho repetidas propuestas a Washington, … demasiadas para documentar aquí”.
En respuesta, Mazaheri se niega a ofrecer un análisis serio de la política exterior de la República Islámica. Simplemente señala el largo historial de hostilidad imperialista hacia Irán y dice que nuestra caracterización de la política exterior de Irán no se ajusta a cómo se percibe popularmente a la República Islámica en la región. Aquellos con quienes ha interactuado, mientras informaba desde Oriente Próximo y el norte de África, han expresado “repetidamente” su “admiración por la línea dura de Irán contra el imperialismo estadounidense y sionista”.
Quizás. Pero en un período anterior, Mazaheri sin duda se habría encontrado con muchos que habrían dado un respaldo similar al régimen “socialista árabe” de Nasser, del cual pronto surgiría Sadat, o Irak bajo Sadam Husein.
Este no es un debate nuevo. Chiang Kai-Shek fue alguna vez celebrado por los estalinistas como un “antiimperialista”, incluso galardonado como miembro honorario de la III Internacional.
Además, existe una experiencia de un siglo de duración con movimientos y regímenes de liberación nacional burgueses en Asia, África y América Latina que se plantearon como “firmes” en su oposición al imperialismo, solo para reprimir brutalmente los esfuerzos democráticos y sociales de las masas y alcanzar una reconciliación con el imperialismo.
La burguesía en países sujetos a la opresión colonial o neocolonial puede entrar en agudo conflicto con el imperialismo, incluso librar la lucha armada, pero no para derrocar al imperialismo, sino para ampliar sus propias posibilidades de explotación de clase.
La burguesía nacional en países históricamente oprimidos se irrita bajo la esclavitud imperialista. Con el objetivo de reunir un apoyo de masas y convertirse en líder de la nación contra la dominación extranjera, puede envalentonarse contra los imperialistas y hacer ciertas concesiones sociales, como lo hizo la República Islámica inmediatamente después de la revolución de 1979. Pero la burguesía nacional vive con el temor a un desafío de la clase trabajadora a la propiedad capitalista.
“Un movimiento democrático o de liberación nacional”, explicó Trotsky, “puede ofrecer a la burguesía la oportunidad de profundizar y ampliar sus posibilidades de explotación. La intervención independiente del proletariado amenaza con privar a la burguesía de la posibilidad de explotarlo en todas sus dimensiones”. [14]
La política exterior de la República Islámica ha zigzagueado en las últimas cuatro décadas, ya que ha tratado de maniobrar entre las potencias imperialistas y los Estados vecinos en una región que, debido a sus grandes reservas de petróleo y su ubicación geoestratégica, reconocida como el enlace entre Europa, Asia y África, ha sido durante mucho tiempo un eje central del conflicto geopolítico.
Con Estados Unidos aplicando una política hostil, respaldando oficialmente un cambio de régimen y amenazando con la guerra, Teherán ha respondido desafiando lo que Estados Unidos define como sus intereses estratégicos en la región, particularmente en Líbano, los Territorios Ocupados/Autoridad Palestina y, más recientemente, en Siria.
Desde hace décadas, sin embargo, también viene buscando estrechos vínculos económicos y diplomáticos con Europa y Japón, y la mayor parte del tiempo ha gozado de estos.
Así como Mossadegh esperaba obtener el apoyo estadounidense para desafiar al poder imperialista dominante tradicional de la región, Reino Unido, la República Islámica ha intentado contrarrestar la presión de Washington al cortejar a Berlín, Londres, París y Bruselas. Mazaheri descarta esto, incluso cuando el actual Gobierno iraní ha vuelto a redactar las leyes de concesiones y regalías petroleras del país para complacer a corporaciones europeas como Total, British Petroleum, Eni, etc.
Al evaluar un movimiento estatal, gubernamental o de “liberación”, es necesario considerar sus relaciones con el imperialismo como un todo, no solo aquellas con un adversario imperialista particularmente rapaz o regionalmente poderoso.
Incluso en lo que respecta al “Gran Satanás”, el imperialismo estadounidense, Teherán ha señalado en repetidas ocasiones que estaría listo para efectuar un acercamiento si Washington abandonara sus esfuerzos de cambio de régimen y aceptara a la República Islámica como socio menor en la estabilización de Oriente Próximo.
Como se mencionó anteriormente, a fines de la década de 1980 y en nombre de la reconstrucción de Irán e Irak tras la guerra, la República Islámica organizó una ofensiva social contra la clase trabajadora, adoptando las prescripciones de política neoliberal del FMI y del Banco Mundial. Esto fue de la mano de un impulso para redefinir sus relaciones con el imperialismo mundial. Al declarar a Irán “abierto para hacer negocios”, Teherán solicitó inversiones extranjeras, abandonó su actitud hostil hacia los Estados del golfo Pérsico, los cuales habían financiado la guerra de Irak con Irán, y buscó un acercamiento con Europa y Estados Unidos.
Teherán adoptó oficialmente una pose de “neutralidad positiva” durante la guerra del Golfo de 1991. Sin embargo, como explicó Mahmoud Vaezi, viceministro de Relaciones Exteriores de Irán en ese momento, esto “en realidad significaba que era una política contra Irak” (en bastardilla en el original). [15] Irán incluso permitió que la Fuerza Aérea de EUA usara su espacio aéreo.
En las postrimerías de la guerra, se negoció un acercamiento entre Estados Unidos e Irán, con el presidente Rafsanjani cumpliendo una condición estadounidense clave al pronunciar un discurso renunciando al “terrorismo”. Sin embargo, el presidente George W. Bush temía que un acuerdo con un país despreciado durante mucho tiempo pudiera tener un impacto adverso en su campaña de reelección de 1992, por lo que lo arruinó.
En 1995, Rafsanjani intentó llegar a un acuerdo similar con Clinton, ofreciendo un contrato petrolero de mil millones de dólares con CONOCO para operar dos campos.
En el otoño de 2001, Teherán proporcionó un importante apoyo logístico a la invasión estadounidense de Afganistán, y luego desempeñó un papel importante en la conferencia de Bonn en diciembre de 2001 al reunir apoyo para la elección estadounidense del presidente títere afgano, Hamid Karzai. Teherán esperaba que esto allanara el camino para una cooperación más amplia. En cambio, George W. Bush denunció a Irán en su discurso del estado de la Unión de enero de 2002 como parte de “un eje del mal”, junto con Irak y Corea del Norte.
Sin embargo, Teherán reanudó las negociaciones y el intercambio de inteligencia con EUA ese mismo año, mientras Washington se preparaba para la invasión de Irak, una invasión que dejaría a Irán con tropas estadounidenses ocupando a sus vecinos del oeste y noreste, Irak y Afganistán.
Apenas unas semanas después de que las tropas estadounidenses ingresaran a Bagdad, el líder supremo Jomeini autorizó una propuesta secreta de “gran negociación” para Washington. A cambio de que Estados Unidos renunciara al cambio de régimen, Teherán se ofreció a subordinarse a los intereses estratégicos de EUA en general, incluso a reconocer oficialmente a Israel, cortar el apoyo a Hamás y la Yihad Islámica y presionar a Hezbolá para desarmarse e integrarse en el orden político libanés. De acuerdo con esto, Irán, que tenía y continúa teniendo vínculos extensos con Irak a través de las redes religiosas y tribales chiitas, instó a los chiitas iraquíes a cooperar con la gestión de la ocupación estadounidense.
Pero el “gran trato” de Teherán fue rechazado. Llenos de arrogancia, George W. Bush, Cheney y otros criminales de guerra en la cima de la Administración estadounidense, calcularon que Teherán sería aún más endeble ante sus amenazas una vez que se consolidara el control de Estados Unidos sobre Irak. De esta manera, los viejos y recientemente actualizados planes del Pentágono de guerra con Irán podrían ponerse en marcha.
Mazaheri sin duda defendería estas maniobras, como lo hace con el acuerdo nuclear iraní y la implementación tras 1988 del régimen de políticas socioeconómicas favorables al mercado y de reconciliación con el imperialismo, apelando a las necesidades pragmáticas ― ¿qué otra cosa pudo o podría hacer la República Islámica?—.
Pero estas políticas no son antiimperialistas. Son las acciones de un régimen burgués que trata desesperadamente de maniobrar frente a las crecientes contradicciones sociales dentro de Irán y al aumento de la presión del imperialismo estadounidense, que ha tratado de compensar su posición mundial en declive desencadenando una oleada de violencia predatoria en Oriente Próximo, a finde apuntalar su dominio de la región exportadora de petróleo más importante del mundo.
La única base viable para oponerse al imperialismo es la movilización revolucionaria de los trabajadores y explotados de Irán y Oriente Próximo, basada en un llamado a sus demandas democráticas y sociales. Dicha estrategia debe estar vinculada a una orientación estratégica hacia la clase trabajadora de EUA y las demás potencias imperialistas.
No es que las políticas de la República Islámica sean simplemente insuficientes o inadecuadas. Fortalecen al imperialismo, como lo subraya la complicidad de Teherán en las guerras de Estados Unidos en Irak y Afganistán.
Incapaz de hacer un llamamiento genuino a los intereses de clase de los trabajadores y explotados de Oriente Próximo, la República Islámica busca ganar el apoyo popular en la región a través de llamamientos sectarios para la solidaridad chiita. Tal política solo puede alienar a los trabajadores y jóvenes suníes, y los de otras religiones, y ayudar al imperialismo y a sus regímenes clientelares locales a avivar el conflicto sectario.
Bajo la excusa de la necesidad de una “unidad nacional” contra el imperialismo, la burguesía iraní se esfuerza por fortalecer su posición contra la clase trabajadora.
Tomemos la “crisis de los rehenes”, que en su apogeo fue proclamada por los partidarios de Jomeini para constituir una “segunda revolución”. Temores genuinos y justificados a la intriga y agresión estadounidenses, intensificados por la decisión provocadora del presidente Jimmy Carter de permitir que el depuesto sha ingresara a EUA, condujo a la toma de la embajada estadounidense por parte de los estudiantes en noviembre de 1979, en medio de una gran cantidad de apoyo popular. Pero Jomeini y el recién fundado Partido Republicano Islámico posteriormente manipularon la “crisis de los rehenes” para reafirmar sus credenciales antiimperialistas, lo más propicio para consolidar su Gobierno. Lo usaron para adelantarse efectivamente al debate público sobre la Constitución que consagraría un estado político elevado para el clero chiita, y para acusar a cualquiera que haya criticado a las autoridades revolucionarias islámicas de debilitar a Irán en su enfrentamiento con Estados Unidos.
En última instancia, el régimen hizo un trato secreto con los emisarios del candidato presidencial republicano Ronald Reagan para negarse a liberar a los rehenes antes de las elecciones estadounidenses de 1980, ayudando así a su elección. También abandonó la mayoría de las demandas de Irán, incluido el regreso de las enormes sumas que el sha había saqueado del pueblo iraní.
Mazaheri objeta nuestra referencia a la ruinosa guerra Irán-Irak,1981-88. Pero fue una experiencia seminal que subraya el carácter reaccionario de los continuos llamados del régimen a la unidad nacional y los intereses de clase que animan su política exterior. Sadam Husein atacó a Irán en septiembre de 1980 con el objetivo de apoderarse del territorio y obtener el patronazgo del imperialismo estadounidense. Pero la República Islámica continuó la guerra después de liberar todo su propio territorio a mediados de 1982, rechazando las ofertas de tregua de Sadam Husein e invadiendo y ocupando partes de Irak. Durante otros seis años, Irán estuvo efectivamente a la ofensiva, perpetuando la guerra, mientras los imperialistas avivaban las llamas y proporcionaban armas a ambas partes. Los mulás emprendieron la guerra con Irak con un doble propósito: canalizar la ira y frustración social que surgió en Irán contra un enemigo externo, a medida que las aspiraciones emancipadoras de las masas se desvanecían, y darse cuenta de las ambiciones de la burguesía iraní de establecerse como el poder regional.
Como explicó el Comité Internacional de la Cuarta Internacional (CICI) en una declaración de junio de 1986: “Esta guerra bárbara es la prueba más clara de la incapacidad de las burguesías iraníes e iraquíes para obtener una independencia real del imperialismo. En su lugar, compiten por el título de hombre fuerte del golfo Pérsico a fin de estar en la mejor posición para llegar a un acuerdo con el imperialismo. En efecto, cada uno trata de ser seis pulgadas más alto al clavar su bota en la garganta del otro”.
En última instancia, en condiciones en las que Washington brindaba una asistencia militar cada vez mayor al régimen iraquí en peligro y amenazaba con utilizar la guerra como pretexto para intervenir directamente en la región, Jomeini abandonó las demandas de Teherán de reparaciones masivas y otras concesiones desde Bagdad, y acordó a regañadientes terminar la guerra.
Al confiar en el “antiimperialismo” retórico de la República Islámica, Mazaheri se está engañando a sí mismo.
Washington, por su parte, es muy consciente de las profundas fisuras entre las facciones dentro de la burguesía iraní y la élite política-clerical de la República Islámica, y el hecho de que las relaciones Irán-EUA son una de las principales causas de estas divisiones.
El apoyo de Estados Unidos al acuerdo nuclear de Irán y al retroceso de una confrontación frontal con la República Islámica y el pueblo iraní se basó en el cálculo de que la expansión de las relaciones entre Estados Unidos e Irán, incluidos los lazos comerciales, le permitiría investigar y aprovechar las fisuras dentro de la élite iraní y, con el tiempo, cambiar su orientación estratégica.
El Movimiento Verde no fue solo producto de intrigas y manipulaciones imperialistas. Gozó de un amplio apoyo dentro de la burguesía iraní y la élite político-clerical de la República Islámica. Esto fue ejemplificado por el apoyo que le brindó Rafsanjani, el clérigo multimillonario que efectivamente gobernó Irán en un duopolio con Jomeini de 1989 a 1997.
El WSWS se opuso al intento de usar el Movimiento Verde para desplazar la política exterior e interior de la República Islámica hacia la derecha. Pero nuestra oposición de ninguna manera implicó el apoyo a Ahmadinejad o Jamenei, y mucho menos la confianza de que ellos mismos no buscarían un acuerdo con el imperialismo estadounidense en el futuro. “La postura antiamericana de Ahmadinejad”, declaraba la Perspectiva del WSWS del 17 de junio de 2009, “no tiene nada que ver con una lucha antiimperialista genuina, sino que tiene como objetivo presionar a Washington por un acomodo más ventajoso a los intereses de la burguesía iraní. Su... postura como ‘un hombre del pueblo’ comprometido con los pobres, no puede ocultar el hecho de que la división social solo se ha profundizado bajo su administración.”
Cuatro años después, y con el antiguo protegido de Rasfanjani, Hasan Rouhani, instalado como presidente, Jamenei autorizó otro cambio en la política exterior de Irán, hacia el acercamiento con Washington. Esto llevó finalmente al acuerdo nuclear de Irán, que entró en vigor en enero del 2016.
Con la Administración de Trump moviéndose para hundir el acuerdo nuclear de Irán, Teherán ahora está apostando a que las potencias imperialistas europeas contengan a EUA y, de ser necesario, desafíen la reimposición de sanciones despiadadas por parte de Washington.
Esta es una apuesta de alto riesgo. Lideradas por Alemania, las potencias imperialistas europeas se están rearmando y tomando pasos para hacer valer sus propios intereses depredadores, independientemente de, y cuando sea necesario, contra Washington. Pero aunque piensen que la política de Trump hacia Teherán es temeraria y perjudicial para sus intereses en Oriente Próximo, ¿están acaso dispuestos a poner en peligro sus relaciones comerciales y de seguridad militar con Estados Unidos por Irán? Desde el levantamiento de las sanciones europeas en enero del 2016, numerosos líderes políticos y empresariales europeos han explorado oportunidades de inversión en Irán, con incluso algunos acuerdos firmados. Sin embargo, la inversión europea hasta ahora solo ha llegado a Irán, debido a los temores de enfrentarse a futuras acciones beligerantes de Washington.
Aunque las diferencias entre EUA y Europa proporcionaran un respiro a la República Islámica, indudablemente estaría ligada a nuevas “incitaciones” desde Teherán a los inversores europeos: tentaciones económicas cuya carga recaería, ante todo, en la clase trabajadora.
Las maniobras de Teherán en Siria e Irak también tienen contradicciones. Además de Rusia, Irán ahora está trabajando con Turquía, sobre la base de su hostilidad mutua hacia los kurdos, pese a que anteriormente Ankara desempeñara un papel importante en la campaña orquestada por Estados Unidos para derrocar al régimen con respaldo iraní en Siria.
Ali Shariati, el socialismo islámico, y el callejón sin salida del socialismo “nacional”
El “socialismo islámico iraní” que defiende Mazaheri es una faceta del nacionalismo iraní, mezclado con el populismo chiita, que la burguesía usó para enmascarar sus objetivos de clase durante el recrudecimiento antiimperialista de 1978 a 1981. Aunque sucesivos Gobiernos lo han hecho, como el propio Mazaheri concede, persigue políticas neoliberales, una facción minoritaria del establishment político de la República Islámica continúa promoviendo el socialismo islámico, porque le da al régimen un rostro “de izquierda” en condiciones de creciente crisis social y oposición.
Mazaheri afirma: “Las decisiones económicas de Irán se han basado principalmente en la moral islámica y obviamente en la ideología socialista”.
En realidad, la vida socioeconómica en Irán gira manifiestamente en torno a los intereses de clase de la burguesía, y está subordinada a ellos: el mantenimiento y la expansión de su riqueza, ganancias e influencia.
¿Se distribuyen las cargas de la confrontación de Irán con el imperialismo estadounidense “por igual” o caen desproporcionadamente en la clase trabajadora y los trabajadores rurales? Hacer la pregunta es responderla.
El socialismo islámico es una farsa. La clase trabajadora no tiene voz en la organización de la vida económica y social en la República Islámica, y no hay órganos independientes de poder político.
La defensa de la riqueza como un “regalo de Dios” y el papel de la propiedad privada en poner en marcha las “ruedas de la economía” —preceptos islámicos esenciales, de acuerdo con el mismo ayatolá Jomeini, el reconocido fundador de la República Islámica— son totalmente incompatibles con el socialismo, es decir, con la propiedad colectiva y el control democrático de las principales palancas economía. También lo es la posición política privilegiada del clero chiita.
Gran parte del segundo blog de Mazaheri está dedicado a criticar una breve referencia al “socialista islámico” Ali Shariati en nuestra respuesta. Al hacerlo, malinterpreta nuestra intención. Mazaheri sugiere que el WSWS de alguna manera prefiere a Shariati, quien, aunque se oponía amargamente al marxismo, se identificó con la “izquierda” y se adhirió al “chiismo rojo”, que al ayatolá Jomeini.
Nuestro propósito, más bien, era llamar la atención sobre cuán consciente e inquieto se encontraba Jomeini por la influencia y el atractivo hacia el socialismo entre los trabajadores y los estudiantes de Irán. Un anticomunista virulento, asociado desde hace mucho tiempo con la derecha política, el propio Jomeini nunca usó el término “socialismo islámico”. Sin embargo, se basó claramente en los escritos de Shariati y otros defensores de una fusión del socialismo con el islam, cuando reformuló la teología islámica chií a principios de la década de 1970, con el fin de ampliar el atractivo popular de la oposición clerical burguesa al sha y combatir más efectivamente la izquierda.
El historiador Ervand Abrahamian ha notado que, antes de la década de 1970, Jomeini rara vez usaba el término mostafazin, y cuando lo hacía era para denotar a las masas “débiles” y no a las “masas oprimidas”. Shariati popularizó este último uso de mostafazin cuando tradujo Los condenados de la Tierra de Frantz Fanon. [16]
Esto nos lleva a un segundo punto; y, para que Mazaheri no se preocupe, deberíamos dejar constancia de que esto no tiene nada que ver con “apropiarse” de Shariati para Occidente, sino más bien, con el objetivo de situar el socialismo islámico en su contexto político e intelectual más amplio.
Shariati, un musulmán devoto de una familia clerical, estudió en París a finales de la década de 1950 y principios de la de 1960. Mientras estuvo allí, participó en la lucha por la independencia de Argelia y se familiarizó con muchos de los intentos por desarrollar un “socialismo” árabe y africano “autóctono”. Una gran influencia fue Amar Ouzegane, un líder del estalinista Partido Comunista Argelino, quien se convirtió en una figura importante en el FLN argelino y argumentó en su Le meilleur combat que el islam era una ideología revolucionaria compatible con el socialismo y un medio más eficaz que el marxismo para movilizar a las masas.
Mazaheri, como hemos señalado anteriormente, enfatiza que el “socialismo europeo” debe adaptarse a los “gustos nacionales” en Irán y en otros países predominantemente musulmanes.
Hubo, de hecho, numerosos intentos por desarrollar socialismos “nacionales” en la era de la descolonización posterior a la Segunda Guerra Mundial y las luchas de liberación nacional. Reflejaban los esfuerzos y la posición de clase contradictorios de la burguesía colonial y la pequeña burguesía. Estas capas privilegiadas, que estaban resentidas y enfadadas por las indignidades y los límites de su riqueza y poder que el imperialismo les infligía, reconocieron la utilidad de la retórica socialista para lograr el apoyo de las masas para ganar la independencia, pero temían cualquier desafío de la clase trabajadora.
Los representantes más izquierdistas de esta tendencia fueron influidos e incluso, hasta cierto punto, atraídos por el marxismo, pero lo reinterpretaron de acuerdo con sus propios intereses de clase y ambiciones nacionales.
Muchos, durante un tiempo, buscaron el patrocinio de la Unión Soviética y, en menor medida, de las burocracias estalinistas chinas, como un medio para contrarrestar la presión imperialista y consolidar el apoyo del partido estalinista local.
En la “teoría” estalinista de la revolución en dos etapas, encontraron un programa compatible con sus necesidades de clase, porque legitima el liderazgo de la burguesía en la lucha nacional-democrática contra el imperialismo y relega la lucha por el socialismo a un futuro lejano.
Las décadas de 1960 y 1970 fueron el apogeo de tales “caminos nacionales” hacia el socialismo.
En Asia, África y América Latina, surgieron numerosos regímenes que afirmaban estar construyendo su propia variante nacional única de socialismo. Estos incluyeron, por nombrar solo algunos de los más conocidos, el de Nkrumah en Ghana, del Partido del Congreso en la India y de Sukarno en Indonesia.
En Oriente Próximo y el norte de África, hubo múltiples defensores del “socialismo árabe”, desde el FLN argelino, Nasser de Egipto y las alas iraquíes y sirias rivales del partido Baath, hasta el “socialista islámico” de Muamar Gadafi.
A pesar de sus pretensiones “antiimperialistas”, estos eran regímenes nacionalistas burgueses. Usaron frases socialistas para reunir el apoyo de los trabajadores y las masas rurales, mientras perseguían el desarrollo económico dirigido por el Estado, incluida la sustitución de importaciones y la propiedad estatal, destinada a contrarrestar la presión del imperialismo y promover la industrialización indígena.
Su habilidad para postularse como socialistas estaba íntimamente ligada a la política del estalinismo y la Guerra Fría. La Unión Soviética les ofreció ayuda, mercados y apoyo estratégico militar. Los partidos comunistas locales, mientras tanto, sofocaron políticamente a la clase obrera, ordenándola apoyar el ala “antiimperialista” de la burguesía.
Estos regímenes fueron incapaces de resolver ninguno de los problemas democráticos y sociales esenciales involucrados en la superación del legado de la opresión colonial y la independencia genuina del imperialismo, y mucho menos de “construir el socialismo”. Invariablemente recurrieron a la represión brutal cuando se enfrentaban a un desafío de la clase obrera. Bajo condiciones de intensificación de la presión imperialista y del conflicto interno de clases, algunos rápidamente hicieron las paces con el imperialismo (por ejemplo, Egipto), otros fueron derrocados (Indonesia). Y algunos aseguraron cierto mecenazgo imperialista, solo para encontrarse en el blanco de operaciones de cambio de régimen y guerras cuando la situación geopolítica cambió. Tal fue el destino tanto de Sadam Husein como el de Muamar Gadafi.
La renuncia de las burocracias estalinistas soviéticas y chinas al programa autárquico de “socialismo en un país” en favor de la restauración capitalista y la desaparición de la era del burgués “radical” o, en su lenguaje, del “socialismo nacional”, en Asia, África y América Latina, son procesos paralelos. La globalización de la producción capitalista afectó fatalmente a todos los programas, regímenes y organizaciones que buscaban contrarrestar la presión imperialista a través de la regulación económica nacional.
Por un partido revolucionario de la clase trabajadora iraní
Un cuarto de siglo después de que la burocracia estalinista disolviera la Unión Soviética, el capitalismo mundial está manifiestamente en su crisis más profunda desde las convulsiones económicas y geopolíticas de la Gran Depresión, que culminaron en la segunda guerra mundial imperialista.
Todas las potencias regionales imperialistas, grandes y aspirantes, se están rearmando, ya que Washington afirma sin ambages que el mundo ha entrado en una nueva área de “gran competencia por el poder”. La reactivación del militarismo va de la mano con un asalto universal a las redes sociales y los derechos democráticos de la clase trabajadora.
La serie de guerras ilegales de agresión que Washington ha está librando en Oriente Próximo desde 1991 no ha logrado revertir el declive de la posición mundial del imperialismo estadounidense. Al destruir el sistema estatal reaccionario que el imperialismo británico y el francés impusieron a la región al final de la Primera Guerra Mundial, en cambio, iniciaron la sangrienta repartición de la región que ahora está en marcha.
Dada la riqueza petrolera de Oriente Próximo y su importancia geográfica para el dominio estratégico sobre Eurasia, África y el Océano Índico, el resultado de este reparto es fundamental, no solo para la posición estratégica y las fortunas de todos los Estados de la región, desde Israel y Arabia Saudita hasta Turquía y Catar. De manera más importante y explosiva, es crucial para todas las principales potencias del mundo, desde EUA, Japón y Alemania, hasta China y Rusia.
La República Islámica está atrapada en esta vorágine de crisis económica y geopolítica mundial. La capacidad de la burguesía iraní para maniobrar entre las principales potencias, y equilibrar el imperialismo con la clase trabajadora, está desapareciendo rápidamente.
La burguesía iraní no tiene salida de esta vorágine. O, más bien, sus salidas —las que corresponden a sus intereses básicos de clase— son contrarias a los intereses de la clase trabajadora y los trabajadores de Irán y de la región, y debilitan la lucha contra el imperialismo; si toman la forma de una explotación intensificada de la clase trabajadora; maniobras y acuerdos con las potencias imperialistas, incluido Washington; o acciones militares en Siria y en otros lugares, que, aunque sean en gran parte de carácter defensivo, solo enredarán aún más a la región en la guerra y el conflicto sectario.
Escribiendo en la década de 1930, cuando el capitalismo se dirigía de nuevo hacia el abismo de la guerra mundial, Trotsky pidió a la clase obrera internacional que basara su estrategia, no en el mapa de guerra de las potencias capitalistas rivales, compitiendo por mercados, recursos y colonias, sino en el mapa de la lucha de clases.
La clase trabajadora en Irán debe emerger como una fuerza política independiente y reunir a los pobres rurales y otros oprimidos detrás de ella, en oposición al imperialismo y al régimen capitalista nacido del aborto de la revolución antiimperialista de Irán en 1979.
Debe esforzarse conscientemente para unir sus luchas con las de los trabajadores árabes, turcos, kurdos y judíos en la lucha por los Estados Unidos Socialistas de Oriente Próximo, y hacer un llamamiento a los trabajadores de EUA y los otros países capitalistas avanzados para que se unan a la construcción de un movimiento global contra la guerra y el imperialismo.
La lucha por esta estrategia requiere la construcción de un partido revolucionario basado en la lucha de la Cuarta Internacional, hoy liderada por el Comité Internacional (CICI), para defender y desarrollar el programa de la revolución permanente, a través de la asimilación sistemática de las lecciones de las grandes experiencias estratégicas de la clase trabajadora en el siglo XX. Estas experiencias incluyen el trágico resultado de la revolución iraní de 1979, que demostró, en sentido negativo, la importancia decisiva de una dirección, una perspectiva y un programa revolucionarios, es decir, un enfoque marxista.
El WSWS y el CICI prestarán toda su ayuda a los trabajadores, jóvenes y profesionales e intelectuales iraníes dispuestos a tomar este camino de lucha.
Fin
(Artículo publicado originalmente en inglés el 16 de febrero de 2018)
Notas a pie de página
[14] León Trotsky, The Third International After Lenin (Londres: New Park, 1974) pág. 131.
[15] Como se cita en Trita Parsi, Treacherous Alliance: The Secret Dealings of Israel, Iran, and the US (New Haven: Yale University Press, 2007) pág. 142.
[16] Ervand Abrahamian, Khomeinism: Essays on the Islamic Republic (Berkeley: University of California Press, 1993) pág. 47.