El martes por la tarde, el presidente estadounidense Joe Biden anunció, desde la Sala Este de la Casa Blanca, sanciones contra Rusia en respuesta a su reconocimiento de la independencia de dos provincias del este de Ucrania.
El desorden en la Casa Blanca se reflejó en el horario de la propia reunión, la cual estaba prevista inicialmente para las 2:00 p.m. En el último momento el propio martes por la mañana, se cambió a la 1:00 p.m. Sin embargo, los periodistas reunidos tuvieron que esperar una hora y media antes de que Biden saliera a hacer una declaración superficial de 10 minutos y se marchara rápidamente sin aceptar ninguna pregunta.
En el transcurso de su intervención, Biden formuló una pregunta reveladora: “ ¿Quién, en nombre de Dios, cree Putin que le da derecho a declarar nuevos supuestos 'países' en territorio que pertenece a sus vecinos?”.
Sin embargo, esta es una pregunta que gran parte del mundo desearía que el propio Biden respondiera. La “flagrante violación del derecho internacional” que Biden atribuye a Rusia es precisamente lo que Estados Unidos ha hecho en repetidas ocasiones, con la participación directa y personal de Biden.
En un momento dado, Biden comenzó a referirse a la historia que hay detrás del actual conflicto sobre Ucrania. Refiriéndose al discurso de Putin del lunes sobre el reconocimiento de Donetsk y Lugansk, Biden dijo: “Ayer, todos oímos claramente toda la retorcida reescritura de la historia por parte de Vladímir Putin, remontándose más de un siglo mientras se explayó con elocuencia, señalando que...” En media oración, el anciano presidente estadounidense pensó que era mejor no hacer esa breve excursión de sus comentarios escritos: “Bueno, no voy a entrar en ello”.
Sin embargo, “entremos en ello”. Uno puede oponerse, como hacen los socialistas, al chauvinismo reaccionario, teñido de nostalgia neozarista, del régimen de Putin, y exponer al mismo tiempo las flagrantes mentiras e hipocresía que impregnan todos los aspectos de la política estadounidense en la presente crisis.
La ruptura de Yugoslavia instigada por el imperialismo, que culminó con el bombardeo de 78 días de Serbia en marzo-junio de 1999, es particularmente instructiva.
El proceso de desmantelamiento de Yugoslavia comenzó en diciembre de 1991, coincidiendo con la disolución de la URSS, con el reconocimiento unilateral por parte de Alemania de la independencia de Eslovenia y Croacia. A esto le siguió, en abril de 1992, el reconocimiento por parte de la Administración de Bush de Bosnia-Herzegovina como “nación” independiente que merecía su propio Estado. El reconocimiento por parte del imperialismo alemán y estadounidense de los Estados independientes de Yugoslavia fomentaron sangrientos conflictos nacionales a lo largo de la década de 1990, incluida la guerra de Croacia de 1995.
La catástrofe alimentada por las potencias estadounidenses y de la OTAN se utilizó, en 1999, para justificar una intervención militar directa. Enarbolando la bandera del “humanitarismo” y contando con el apoyo entusiasmado de capas de la clase media-alta y del mundo académico, la Administración de Clinton lanzó su guerra contra Serbia para imponer la secesión de la provincia de Kosovo. Estuvo acompañada de todo tipo de afirmaciones sobre violaciones de los derechos humanos que al final se demostró que eran muy exageradas.
La guerra fue llevada a cabo por la OTAN, que no obtuvo una resolución de las Naciones Unidas y, por lo tanto, actuó violando directamente el derecho internacional. Culminó con la instalación de un Gobierno en Kosovo dirigido por el Ejército de Liberación de Kosovo, que Estados Unidos había designado previamente como una organización terrorista y que posteriormente quedaría al descubierto por dedicarse al tráfico de drogas, la prostitución y el tráfico de órganos humanos.
Durante el período previo a la guerra de Kosovo, Biden era el demócrata de mayor rango en el Comité de Relaciones Exteriores del Senado, donde se unió al senador republicano John McCain para hacer una campaña agresiva a favor de la guerra. “Si yo fuera presidente, lo bombardearía [al presidente serbio Slobodan Milošević]”, dijo Biden en octubre de 1998.
Durante la guerra contra Serbia, el actual secretario de Estado, Antony Blinken, ocupó el cargo de director principal de Asuntos Europeos en el Consejo de Seguridad Nacional, el principal asesor de Clinton sobre Europa. En 2002, obtuvo el puesto de director de personal demócrata del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, trabajando como asesor principal de Biden.
En una reunión del Comité de Relaciones Exteriores del Senado celebrada en marzo de 2008 para debatir el estatus de Kosovo casi una década después del bombardeo de Serbia, Biden se arrogó explícitamente “el derecho a declarar nuevos 'países'”.
“En el mundo moderno”, declaró Biden dando inicio a la reunión, “la soberanía no es un derecho ancestral; es un fideicomiso sagrado entre el Gobierno y su pueblo... Vivimos en un mundo en el que la historia importa, pero también los seres humanos. Kosovo no puede seguir siendo un recuerdo territorial de la pasada gloria imperial de Serbia. Así que, si bien resolver el estatus de Kosovo mediante una declaración unilateral de independencia no era lo ideal, creo que era necesario. Estoy orgulloso de que Estados Unidos haya sido uno de los primeros países del mundo en reconocer al nuevo Kosovo independiente”.
En 2000, tras la guerra de Kosovo, la Administración de Clinton publicó un documento de Estrategia de Seguridad Nacional que afirmaba el derecho de EE.UU. a intervenir en cualquier país basándose en “intereses nacionales” o “intereses humanitarios”. Entre los “intereses vitales” que el documento enumeraba como justificación para la intervención militar estaban “asegurar el acceso sin trabas a mercados clave, suministros energéticos y recursos estratégicos”.
Esta afirmación del derecho irrestricto a librar una guerra contra cualquier país fue desarrollada aún más por la Administración de Bush bajo la doctrina de la “guerra preventiva”, que se utilizó como justificación para la guerra criminal de agresión contra Irak en 2003, que provocó la muerte de un millón de iraquíes.
Al pretexto “humanitario” de la guerra de Kosovo le siguió la doctrina de la “responsabilidad de proteger”, utilizada para justificar la guerra liderada por Estados Unidos contra Libia en 2011, bajo la Administración de Obama, con Biden como vicepresidente. La guerra culminó con un bombardeo masivo de Libia, el derrocamiento del Gobierno de Muamar Gadafi, su tortura y asesinato por parte de las fuerzas respaldadas por Estados Unidos y la OTAN.
Por último, está el trasfondo de la crisis actual, que surge de la operación de cambio de régimen de 2014. El golpe de Estado fue encabezado por grupos de extrema derecha con el objetivo de derrocar el Gobierno del presidente Víktor Yanukóvich, que Estados Unidos consideraba demasiado cercano a Rusia. Mientras la Administración de Obama trabajaba para instalar un Gobierno que se doblegara a sus intereses, Biden volvió a desempeñar un papel central, viajando a Ucrania seis veces como vicepresidente.
Ninguna de estas cuestiones históricas se aborda siquiera en los medios de comunicación, que actúan como si Estados Unidos no hubiera estado involucrado en una guerra continua y creciente durante tres décadas.
El New York Times, en un editorial publicado el martes (“Una respuesta punzante a las provocaciones de Putin”) elogia las sanciones anunciadas por Biden en respuesta a lo que llamó “la desconcertante agresión de Vladimir Putin hacia Ucrania”.
El Times expresa su asombro “de que todo esto esté ocurriendo en Europa en 2022, casi ocho décadas desde el final de la Segunda Guerra Mundial y más de tres décadas desde el colapso de la Unión Soviética... Aunque era inevitable que un vasto imperio como la Unión Soviética no se derrumbara sin réplicas, y éstas se han hecho sentir regularmente en Asia central, el Cáucaso y Europa, incluyendo la anexión de Crimea por parte de Rusia, la noción de una vasta toma de territorio en Europa a través de una guerra a gran escala parecía ya imposible”.
Esto es una tontería. Los estrategas del imperialismo estadounidense interpretaron la disolución de la Unión Soviética hace tres décadas como una oportunidad para utilizar la fuerza militar de EE.UU. para reestructurar las relaciones mundiales. En el proceso, EE.UU. se ha arrogado y ha ejercido el “derecho” a invadir, bombardear e instigar operaciones de cambio de régimen en países de todo el mundo. La alianza militar de la OTAN se ha extendido sistemáticamente por toda Europa del este, hasta las mismas fronteras de Rusia. Ahora, Estados Unidos está instigando un conflicto con Rusia por el sagrado “principio” de que se permita a Ucrania unirse también a la OTAN. La clase gobernante estadounidense tiene en su mira una “vasta toma de territorio” en forma de la ruptura de la propia Rusia.
En el prefacio de Un cuarto de siglo de guerra: la ofensiva de Estados Unidos por la hegemonía mundial (1990-2016), el presidente del Consejo Editorial Internacional del WSWS, David North, escribió: “El último cuarto de siglo de guerras instigadas por Estados Unidos debe estudiarse como una cadena de acontecimientos interconectados. La lógica estratégica del impulso estadounidense hacia la hegemonía global se extiende más allá de las operaciones neocoloniales en Oriente Próximo y África. Las guerras regionales en curso son componentes de la rápida intensificación de la confrontación de Estados Unidos con Rusia y China”.
Seis años después, este pronóstico se está haciendo realidad. El mundo entero se enfrenta, consecuentemente, al peligro de una tercera guerra mundial y a todo lo que ello conlleva. Sin embargo, el recurso de la clase gobernante a la guerra no es una expresión de fuerza sino de debilidad. Las élites gobernantes de EE.UU. y de todos los países capitalistas recurren a la guerra en un intento desesperado de encontrar una salida a sus crisis internas e irresolubles, sobre todo, al crecimiento de una lucha de clases alimentada por dos años de la pandemia del COVID-19.
Esta es la fuerza social, la clase obrera internacional, la que debe ser movilizada contra la guerra imperialista, como componente esencial de la lucha por el socialismo.
(Publicado originalmente en inglés el 23 de febrero de 2022)