El subtítulo del libro publicado recientemente por Jon Grinspan, The Age of Acrimony [La era de la acritud], es algo engañoso. Dice, “Cómo los estadounidenses lucharon por arreglar su democracia, 1865-1915”.
Pero los estadounidenses estaban y están divididos en clases mutuamente antagonistas. Una descripción más adecuada sería, por lo menos parcialmente, “Cómo el capitalismo estadounidense estableció el moderno sistema bipartidista de gobierno burgués”. Como muestra el autor, esto incluía la exclusión efectiva de los sectores más pobres y explotados de la clase trabajadora —la restricción, no la “reparación”, de la democracia.
Grinspan, el conservador de historia política del Museo Nacional de Historia Estadounidense del Smithsonian, ha escrito un libro interesante e informativo, aunque limitado tanto en su alcance como por su perspectiva teórica. Trata del medio siglo posterior a la Guerra Civil estadounidense.
La Segunda Revolución Americana acabó con la esclavitud, y el Período de Reconstrucción se caracterizó por reformas significativas, incluyendo la extensión del derecho al voto a varios millones de antiguos esclavos. Pronto dio lugar a la contrarrevolución, sin embargo. El Partido Republicano abandonó la Reconstrucción. El compromiso de 1877, que encumbró al republicano Rutherford B. Hayes en la Casa Blanca —después de unas elecciones enconadamente disputadas en las que el demócrata Samuel Tilden ganó el voto popular— a cambio de la retirada de las tropas federales de la antigua Confederación, fue un punto álgido fundamental.
El cambio reflejaba los intereses dominantes de la burguesía ascendente. Habiendo establecido su supremacía mediante la Guerra Civil, estaba más que dispuesta a llegar a un acuerdo con sus anteriores enemigos. La esclavitud no se reinstauró, pero su lugar lo ocupó el sistema Jim Crow de segregación, terror y ciudadanía de segunda clase para la población africano-estadounidense del sur, mientras que el norte dirigía la industrialización masiva del país.
Los republicanos siguieron “ondeando la camisa ensangrentada” hasta bien entrada la década de los 1880, e incluso después, usando recuerdos de la Guerra Civil para apelar a una base más amplia que recordara la lucha contra la esclavitud. Los demócratas reconstruyeron sus fortunas electorales, basadas tanto en los antiguos propietarios de esclavos como en sus simpatizantes sureños, y las crecientes maquinarias de apoyo en las ciudades norteñas, que descansaban sobre el crecimiento de la industria y la clase trabajadora, incluyendo varios millones de inmigrantes.
Las campañas electorales durante la década de 1870 fueron momentos de desfiles de antorchas y actividades de masas. La gran concurrencia a las urnas incluía a los recientemente incluidos africanos-estadounidenses —el sufragio femenino no se implantaría por casi medio siglo más.
La afiliación partidista fue enfatizada, pero los temas políticos fueron quedando relegados en los años posteriores a la Reconstrucción. Esta fue una época en la que la lucha de clases estalló en batallas tales como la Gran Huelga Ferroviaria de 1877. El partidismo era una manera de desviar la atención de los asuntos de clase y la necesidad de la independencia política de la clase trabajadora. Los votantes estaban en cambio divididos por criterios tribales, en los dos grandes partidos de la gran patronal. Aunque muchas cosas han cambiado en los últimos 150 años, hoy en día se usan técnicas similares.
Grinspan escribe sobre los temores de la clase gobernante durante esta época:
Pogromos racistas desgarraban las ciudades sureñas, y tensiones étnicas y de clase causaron disturbios en Manhattan en 1870, 1871 y 1874. Al otro lado del Atlántico, París explotaba en 1871, mientras la revolucionaria Comuna de París tomaba el control de la ciudad, antes de ser brutalmente reprimida por el Estado francés, que masacró a veinte mil personas. Los estadounidenses estaban atemorizados por las predicciones de su propia comuna inminente… Entonces, en la primavera de 1877, cien mil obreros ferroviarios fueron a la huelga en todo Estados Unidos, protestando por los recortes salariales que habían reducido sus ingresos en casi un cuarto desde 1873. El movimiento fue aplastado por milicias estatales y tropas federales, matando a cerca de cien huelguistas. Temiendo comunas en el extranjero y huelguistas en casa, los ricos empezaron a hablar de la inminente caída de la civilización, señalando a varios bárbaros en varias puertas.
La referencia a la Comuna de París es particularmente significativa, y reflejaba el carácter internacional de la lucha de clases mientras crecía el sistema de producción capitalista. Demócratas y republicanos empezaron a apoyarse en capas crecientes de la clase media como fuerza de estabilidad política, un tapón y un medio de silenciar un movimiento revolucionario dentro de la clase trabajadora.
Las décadas ulteriores siguieron siendo de explosiva lucha de clases así como de inestabilidad política. El “conflicto irreprimible” que llevó a la Guerra Civil resurgió bajo otra forma, esta vez el conflicto entre el capitalismo en expansión y la poderosa clase trabajadora que creció junto a este.
Entre 1865 y 1901, tres presidentes estadounidenses (Lincoln, Garfield y McKinley) fueron asesinados. Grinspan menciona brevemente la infame encerrona de Haymarket a los anarquistas de Chicago en 1886. Escribe:
Las ciudades estaban entrenando milicias, promulgando bandos contra la mendicidad, y restringiendo reuniones públicas con requisitos de permisos. Y a lo largo del país, los huelguistas eran recibidos con porras y rifles. La Guardia Nacional fue llamada 328 veces entre 1886 y 1895. En 1894, un habitante de Ohio llamado Jacob Coxey condujo una asamblea heterogénea de manifestantes desempleados en la primera marcha a Washington. El ‘ejército de Coxey’, como le decían, fue apaleado y arrestado por pisar el césped alrededor de la Colina del Capitolio. A los pudientes de los años 1890, las reuniones públicas les parecían novedosamente amenazantes.
La Guerra Civil marcó la realización de la revolución burguesa en los Estados Unidos. La abolición de la esclavitud allanó el camino al sistema del “trabajo libre” en todo el país. La Era Dorada, en la que Rockefeller, Morgan, Vanderbilt y Carnegie se hicieron famosos, fue marcada por extremos de desigualdad nunca vistos. También hubo luchas de clases explosivas. La Gran Huelga Ferroviaria fue seguida por las huelgas en Homestead y Pullman en 1892 y 1894, respectivamente, reprimidas brutalmente por el Estado.
Este fue el contexto en el que la clase gobernante empezó a alejarse del tipo de “democracia de masas” que antes había utilizado, en favor de la “respetabilidad” y el “civismo” en política. La implicación política de masas fue considerada demasiado peligrosa en una época de luchas masivas.
Durante la misma época, los linchamientos crecían rápidamente en el sur, y los impuestos para votar y otros métodos efectivamente retiraban el derecho al voto a los esclavos liberados y a sus hijos, pero también a muchos blancos pobres. En los Estados norteños las técnicas eran diferentes, pero los resultados eran más o menos parecidos. Como Grinspan lo describe en su libro, así como en un artículo en el Washington Post de hace algunos meses, “los ‘reformistas’ no podían sencillamente quitarles el derecho al voto a sus clases inferiores. Pero quizás, urdieron, podrían hacer que la participación no fuera lo suficientemente atractiva de manera de desalentar la participación en las elecciones”. Entre otras técnicas, “los Estados promulgaron nuevas leyes de censo electoral y requisitos de alfabetización, desplazaron los centros de votación a barrios hostiles, y la mayoría de los empleadores dejaron de permitir que sus trabajadores se tomaran un tiempo libre para ir a votar”.
Todo esto acompañó —paradójicamente, parecería— la Era Progresista de las dos primeras décadas del siglo XX. De hecho, no era incoherente en absoluto. Muchos reformistas encontraron perfectamente aceptable la vulneración del derecho al voto, de la misma manera que apoyaban los esfuerzos contemporáneos por restringir la inmigración, esfuerzos que llevaron a la promulgación de la draconiana Ley Johnson-Reed de 1924, que imponía cuotas que reducían la inmigración del sur y del este de Europa a una pequeña fracción de los niveles anteriores, mientras prohibían la inmigración de la mayor parte de Asia.
El ala reformista de la clase gobernante veía necesarias medidas tales como las leyes antitrusts, inspecciones de fábricas, el fin del trabajo infantil y leyes por el estilo para contener la revolución. Esto se volvió particularmente urgente después de la revolución de 1905 en Rusia, a la cual el autor hace alusión brevemente. Las reformas que el capitalismo estadounidense en ascenso podía permitirse por entonces no eran resultado de un repentino crecimiento de la caridad entre los empleadores. Se producían como respuesta al desarrollo continuo de la lucha de clases, incluyendo la fundación y el crecimiento temprano de Trabajadores Industriales del Mundo (IWW). Este período también correspondía con el surgimiento de los Estados Unidos como potencia imperialista, capaz de sobornar a una aristocracia obrera —un estrato delgado de burócratas obreros y trabajadores privilegiados.
No es de sorprender que Grinspan desestime el crecimiento del movimiento socialista, apenas mencionando a Eugene Debs al pasar. Separa el relativamente pequeño movimiento socialista del gran comienzo de la clase trabajadora, y acepta la falsedad de que el socialismo era ajeno a los EEUU. Deja de mencionar negligentemente el enorme impacto de la Revolución rusa de 1917 en los EEUU, y en el resto del mundo, y el papel dirigente de los socialistas y los comunistas en la construcción de los sindicatos industriales en los EEUU en las décadas posteriores.
Las vulneraciones al derecho al voto tuvieron mucho éxito. La participación en elecciones cayó de un 82,6 por ciento de las personas con derecho al voto en 1876 al 48,9 por ciento en 1924. Grinspan escribe: “De 1896 a 1900, la participación cayó un 6,1 por ciento. Se desplomó otro 8 por ciento para 1904, bajó el 6,6 por ciento en 1912, y se desplomó un enorme 12,4 por ciento para 1920”. Para 1924, continúa, “por primera vez en la historia de la democracia estadounidense, los que no fueron a las urnas constituyeron la mayoría de las personas con derecho al voto”.
El colapso del voto “fue más extremo en el Sur Profundo, donde las leyes electorales de Jim Crow no permitían votar a los negros, desalentaban a los blancos pobres, y entronizaron a un pequeño electorado blanco, acomodado y demócrata. En promedio, después de 1900 votó la mitad de los sureños que antes de ese año”. Esto no se limitaba a no dejar votar a los africanos-estadounidenses. “En Florida, la participación en las elecciones cayó un 52 por ciento; en Carolina del Sur cayó un 65,6 por ciento entre 1880 y 1916. Solo el 17,5 por ciento de las personas con derecho al voto en Carolina del Sur votó en 1916…”.
Grinspan resulta informativo cuando demuestra que la raza no era el único factor, y ni siquiera el mayor factor, en el vaciado de la democracia estadounidense a lo largo del siglo pasado. La participación de los votantes cayó durante este período, escribe, “especialmente entre poblaciones que eran más pobres, más jóvenes, inmigrantes o africanos-estadounidenses. El día de las elecciones en el siglo XIX era un festivo emocionante. En el siglo XX, requería saber leer y escribir, documentos de identificación, educación, permiso para ausentarse del trabajo…”.
Se refiere a la advertencia hipócrita de Joe Biden sobre las nuevas leyes electorales que corren el riesgo de “volver a los tiempos de Jim Crow”, y añade, “… hay un paralelismo más fuerte, más sutil: desalentar a propósito a los votantes de la clase trabajadora, alrededor del 1900, por parte de los estadounidenses más ricos asustados porque ‘hordas de bárbaros nativos y extranjeros, todos armados con el voto’ los reemplazaran en las elecciones”.
Las medidas de Jim Crow, acompañadas por violencia o amenaza de violencia, eran las más descaradas, pero eran parte de un patrón más general. Como comenta Grinspan, “aunque la Ley del Derecho al Voto de 1965 luchó contra la discriminación racial en las elecciones, la disuasión que impedía la participación de los que tenían bajos ingresos nunca fue abordada”. Señala que el 66 por ciento de participación en las elecciones polarizadas de 2020 fue el mayor porcentaje en 120 años y estaba muy por debajo de la participación de personas con derecho al voto a finales del siglo XIX. Así, durante un siglo en el que el imperialismo estadounidense posaba regularmente como el símbolo de la democracia, estaba efectivamente dejando sin derecho a votar a muchos millones de sus propios ciudadanos.
Aunque el propio Grinspan arrugue ante esta conclusión, su estudio y las estadísticas que compila confirman las palabras de Lenin, el líder de la Revolución de Octubre, sobre la naturaleza de la democracia bajo el capitalismo:
La democracia burguesa, aunque es un gran avance histórico en comparación con el medievalismo, siempre seguirá siendo, y bajo el capitalismo no puede no serlo, restringida, truncada, falsa e hipócrita, un paraíso para los ricos y una trampa y un engaño para los explotados, para los pobres.
Este libro lleva su investigación de las elecciones estadounidenses solo hasta principios del siglo XX, pero hay que considerar por lo menos brevemente lo que pasó desde 1915, y dónde se sitúa la democracia estadounidense hoy. El relativamente estable sistema bipartidista creado a principios del siglo XX ha resistido, con solo pequeños desafíos, hasta hace bastante poco. La clase trabajadora estadounidense ha seguido estando privada del derecho al voto, sin construir partidos de masas como pasó en Europa y en otras partes.
Esto puede atribuirse en parte a los recursos que le quedan al imperialismo estadounidense, como potencia capitalista global dirigente. En los años 1930, el New Deal de Franklin Roosevelt fue capaz de hacerse pasar por “amigo del trabajo” y robar el fragor político de figuras fascistas como Huey Long.
Aún más decisiva, sin embargo, era la crisis de dirección de la clase trabajadora, y sobre todo el papel del estalinismo, en traicionar sistemáticamente a la clase trabajadora a escala internacional. En los EEUU, los estalinistas fueron cruciales en ayudar a ligar al movimiento obrero insurgente a los demócratas de Roosevelt, y en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial a la burocracia sindical anticomunista, basándose en el provisorio boom postbélico, asumió la tarea de estrangular el movimiento de la clase trabajadora.
Las cuatro últimas décadas, sin embargo, fueron testigos de un cambio fundamental. En todas partes los partidos y los sindicatos existentes —incluyendo a los estalinistas— han sido transformados e integrados en el Estado capitalista. Las políticas raciales, en la forma de las políticas identitarias que aplican los demócratas, ha complementado el racismo y la xenofobia como un medio de dividir a la clase trabajadora. La crisis que se acelera y el declive del capitalismo estadounidense ha llevado, especialmente desde las elecciones robadas del 2000, a nuevos y más extremos ataques a los derechos democráticos básicos.
Esto es parte del crecimiento explosivo de la desigualdad, una Segunda Edad Dorada aún más extrema que la primera. Este nivel de desigualdad no es compatible con derechos que han sido ganados o tolerados en el pasado. Esta es la importancia del surgimiento de Trump, la transformación continuada de los republicanos en un partido fascista, y la complicidad y ruina de los demócratas ante el peligro fascista.
Esta arremetida cada vez más dura contra la clase trabajadora está provocando una respuesta, visible hoy en acontecimientos tales como la creciente oleada huelguística, así como en las protestas masivas contra los asesinatos policiales. Se ha abierto un período de lucha revolucionaria, en los EEUU y en el mundo.
La defensa del derecho a votar va ligada a la lucha por la independencia política de la clase trabajadora. Tiene que dar respuesta a la supresión por parte del Estado capitalista de la democracia con una genuina democracia obrera y un Estado obrero. La lucha por el socialismo, que aplaste el dominio de la clase capitalista sobre la vida económica, es la única respuesta a la pandemia de COVID-19 y la amenaza de la guerra y de una dictadura fascista.
(Publicado originalmente en inglés el 17 de noviembre de 2021)