Hoy se conmemoran 20 años desde los horrendos atentados del 11 de septiembre de 2001, cuando dos aviones secuestrados fueron piloteados contra el World Trade Center de la ciudad de Nueva York, uno contra el Pentágono y un cuarto que se estrelló en un campo en Pennsylvania después de que los pasajeros lucharon para quitarles el control a los secuestradores. En total, murieron casi 3.000 personas, el número más alto de muertes violentas en un solo día en suelo estadounidense desde la guerra civil.
Nuevamente, la prensa está bombardeando al público estadounidense y global con las imágenes desgarradoras del horrendo crimen y la tragedia del 11-S, mientras se recurre a los comentaristas a especular sobre la supuesta posibilidad de un rebrote de terrorismo después del fiasco de la retirada estadounidense de Afganistán y, de hecho, de toda la “guerra global contra el terrorismo” de 20 años.
Lo más notable de los eventos del 11-S, un día que nos dicen constantemente que “cambio todo”, es lo mucho que aún se desconoce o permanece turbio sobre ellos.
No hay que ser un teórico de la conspiración o creer que alguien plantó explosivos en las torres gemelas para reconocer que la explicación oficial del 11-S de que fue el resultado de un “fracaso de la imaginación” por parte de las agencias de inteligencia estadounidenses está colmada de contradicciones, omisiones y encubrimientos.
En vísperas del aniversario, el presidente estadounidense Joe Biden emitió una orden ejecutiva en respuesta a las demandas judiciales de miles de sobrevivientes y familiares de las víctimas del 11-S que piden que se haga pública la información sobre los múltiples vínculos de la monarquía saudita con los atentados, que sucesivas administraciones han intentado mantener en secreto a través de medidas extraordinarias. “El pueblo estadounidense merece un conocimiento completo de lo que el Gobierno sabe sobre esos atentados”, declaró Biden. Si bien la orden exige una “revisión para desclasificación”, les permite al Departamento de Justicia, la CIA, el FBI y otras agencias mantener información en secreto “en interés de la seguridad nacional”.
Como bien se sabe, 15 de los 19 secuestradores eran saudíes y también lo era el líder de Al Qaeda, Osama Bin Laden, un antiguo aliado de la CIA en su guerra indirecta en Afganistán durante la década de 1980. Hay oficiales, diplomáticos y agentes de inteligencia saudíes implicados en financiar a los secuestradores, inscribirlos en escuelas de vuelo y encontrarles donde alojarse, incluyendo en el hogar de un importante informante del FBI en la comunidad musulmana de San Diego.
El vínculo saudí no solo es sumamente sensible porque involucra al principal aliado del imperialismo estadounidense en el mundo árabe, sino porque los íntimos lazos entre las agencias de inteligencia saudíes y estadounidenses suscitan preguntas preocupantes de cómo es posible que nadie en la CIA, el FBI y las otras agencias estaba al tanto de los planes de los secuestradores, a pesar de que varios de ellos se encontraban en listas de vigilancia del FBI cuando entraron y se movilizaron libremente en EE.UU.
Llamado el “mayor fracaso de las agencias de inteligencia” en la historia de EE.UU., la obvia interrogante que plantea es por qué ningún oficial, desde el director de la CIA hacia rangos más bajos, o los agentes consulares que les concedieron visas a los secuestradores, fue dado de baja de su puesto después del 11 de septiembre. Por el contrario, después del ataque japonés contra Pearl Harbor, fueron depuestos varios altos comandantes estadounidenses y expulsados del ejército.
Nunca hubo ninguna investigación seria y creíble sobre cómo se permitió que ocurriera el 11-S, a pesar de las cuantiosas advertencias sobre los atentados inminentes y el hecho de que muchos de los perpetradores estaban siendo activamente monitoreados. Y no hay por qué esperar que el Gobierno de Biden saque a la luz los secretos que el Gobierno estadounidense ha guardado tan agresivamente por dos décadas.
Independientemente de los orígenes exactos de los atentados del 11-S, fueron acogidos inmediatamente como un pretexto para intensificar drásticamente la agenda ya establecida mucho antes del imperialismo estadounidense. Tras la disolución de la Unión Soviética por parte de la burocracia estalinista de Moscú en 1991, la clase gobernante estadounidense decidió que podía utilizar su indisputable superioridad militar para contrarrestar el declive de la hegemonía global económica de EE.UU. y reordenar la política global.
Los atentados del 11-S no solo le dieron el casus belli, sino también los medios para intimidar y confundir a la población y suprimir la oposición generalizada a la guerra. La prensa cumplió su papel, aterrorizando incansablemente a la población con el supuesto peligro de más actos terroristas.
En cuestión de semanas, el ejército estadounidense invadió Afganistán, arrojando miles de toneladas de municiones sobre su población y masacrando a miles de combatientes afganos capturados. Menos de un año y medio después, inició una segunda guerra contra Irak justificada por mentiras sobre “armas de destrucción masiva” y los lazos inexistentes entre Sadam Huseín y Al Qaeda.
Estas guerras no pretendían proteger a la población estadounidense del terrorismo, como alegaba Washington, sino garantizar la hegemonía estadounidense sobre las regiones con los principales yacimientos de recursos energéticos en el golfo Pérsico y Asia central.
A través de la aprobación casi unánime de la Autorización para el Uso de Fuerza Militar inmediatamente después del 11-S, el Congreso le cedió completamente el poder al presidente estadounidense para emprender guerras “preventivas” contra cualquier país que fuera considerado una amenaza para los intereses de seguridad y económicos de EE.UU., sin siquiera una pizca de consentimiento del pueblo estadounidense.
Cuando el Gobierno de Obama lanzó varias guerras nuevas de cambio de régimen en Libia y luego en Siria, el pretexto de la “guerra global contra el terrorismo” se volvió cada vez más absurdo. En ambos países, las milicias vinculadas a Al Qaeda operaron como las fuerzas terrestres patrocinadas por Washington.
Los atentados también ofrecieron la oportunidad para introducir cambios de gran alcance que involucraron ataques amplios contra los derechos democráticos. Esto involucró la creación del Departamento de Seguridad Nacional, la Ley Patriota, la introducción de un espionaje generalizado de la población, búsquedas sin órdenes judiciales, detenciones sin cargos y “entregas extraordinarias” de prisioneros. Los métodos de tortura fueron ordenados desde la Casa Blanca e implementados espantosamente en Guantánamo, Abu Ghraib en Iraq, Bagram en Afganistán, y las “prisiones clandestinas” de la CIA propagadas por todo el globo.
Bajo Obama, la Casa Blanca institucionalizó el asesinato como una política de Estado, arrogándose el poder de matar a cualquier dizque “combatiente enemigo”, incluyendo a ciudadanos estadounidenses, en cualquier parte del mundo sin ninguna explicación, ni hablar de cargos o un proceso debido. Miles de personas, incluyendo muchos civiles, han muerto a causa de estos “asesinatos selectivos”.
En nombre de combatir el terrorismo, este aumento masivo de los poderes policiales del Estado se desarrolló en medio del mayor aumento de la desigualdad social en EE.UU. en la historia, alcanzando niveles que son inherentemente incompatibles con formas democráticas de gobierno.
¿Cuáles han sido las consecuencias de los 20 años de guerras ininterrumpidas desde el 11-S? Entre un millón y dos millones de personas perdieron sus vidas en Afganistán, Irak, Libia, Siria, Yemen y otros países sometidos a ataques estadounidenses. Los heridos son millones más, y decenas de millones fueron convertidos en refugiados de sociedades diezmadas por la guerra. Unas 7.000 tropas estadounidenses murieron y aproximadamente el doble de contratistas militares, mientras que decenas de miles sufrieron heridas y muchos más quedaron con secuelas psicológicas por participar en inmundas guerras de tipo colonial.
El costo financiero de estas guerras ha sido impactante. En su discurso del 30 de agosto anunciando el final de la ocupación estadounidense de Afganistán, el presidente Biden afirmó que era “momento de ser honesto con el pueblo estadounidense”, reconociendo tácitamente que lo han alimentado con una sarta continua de mentiras en defensa de la guerra. Declaró que EE.UU. había gastado $300 millones por día durante los últimos 20 años solo en la guerra de Afganistán.
El Proyecto de Costos de Guerra de la Universidad de Brown estima que el precio final de las guerras que siguieron al 11-S, incluyendo el cuidado de largo plazo para los veteranos, es de $8 billones. Esto no incluye varios billones más en intereses incurridos por el Gobierno estadounidense para financiar sus aventuras militares. ¿Qué se pudo lograr con sumas tan enormes de dinero si se hubieran dedicado a mejorar las condiciones de vida de las poblaciones en EE.UU. y el mundo, en vez de asesinar y mutilar a millones?
¿Qué ha logrado el imperialismo estadounidense en los 20 años de guerra? No alcanzó sus objetivos en ninguna parte. Si bien destruyó sociedades enteras, se mostró incapaz de imponer regímenes títeres viables en ninguno de los países que atacó. La retirada estadounidense de Afganistán frente a la toma talibán de Kabul no solo constituye una humillante derrota militar, sino un revés devastador para toda la estrategia global perseguida por EE.UU. por décadas. Esto es lo que explica la semihisteria dentro de la élite gobernante estadounidense en torno a la evacuación de Kabul.
Un fiasco histórico de tal magnitud no se puede explicar en términos de cálculos militares equivocados o fracasos en materia de inteligencia. En cambio, refleja la profunda crisis económica y social en la cual está sumido todo el sistema capitalista estadounidense.
Los legados sociales y políticos del 11-S y la “guerra contra el terrorismo” tiene un gran alcance. Las repetidas guerras de agresión basadas en mentiras han desacreditado todas las instituciones de la sociedad estadounidense, desde la Casa Blanca hasta el Congreso, el Partido Demócrata y el Partido Republicano, la prensa que vendió esas guerras, la élite financiera que lucró de ellas y los académicos y las capas pseudoizquierdistas de la clase media-alta que ofrecieron justificaciones.
La violencia sin límites en el exterior, incluyendo el uso rutinario de tortura y asesinatos, con presidentes estadounidenses hablando sobre “eliminar” a enemigos como capos de la mafia, ha contribuido a un embrutecimiento de la sociedad estadounidense en casa, que se caracteriza por los regulares asesinatos masivos y otras andanadas violentas. Ha sido un importante factor en la creación del clima político en el cual alguien como Donald Trump puede convertirse en presidente de Estados Unidos e intentar un golpe de Estado para anular una elección en EE.UU.
El fiasco de la guerra estadounidense de 20 años contra el terrorismo ha coincidido con su política asesina en relación con la pandemia de COVID-19, que ha resultado en cientos de miles de muertes prevenibles debido a la subordinación de la salud pública a los intereses de lucro. La élite gobernante estadounidense no valora más las vidas de los estadounidenses que las de los iraquíes o afganos.
El imperialismo estadounidense se ha visto humillado en guerra; las políticas de la clase gobernante han producido cientos de miles de muertes completamente innecesarias por COVID y no tiene ninguna política para enfrentar el cambio climático, incluso cuando las inundaciones destruyeron dos costas y los incendios hacen estragos en el occidente del país. Mientras tanto, la mayor financiarización de la economía, que se sostiene en la impresión de billones de dólares de capital ficticio que son entregados a los superricos, está preparando un desastre económico. En su conjunto, estos acontecimientos tienen implicaciones profundamente revolucionarias.
La debacle de la “guerra contra el terrorismo” no apunta de ninguna manera al fin del militarismo estadounidense. Por el contrario, como el propio Biden lo ha dejado claro, el retiro de Afganistán procura girar el poderío militar estadounidense hacia un enfrentamiento contra los que el Pentágono describe como “competidores estratégicos” y “grandes potencias” rivales, a saber, China y Rusia, ambos con armas nucleares. En otras palabras, existe un peligro cada vez mayor de una tercera guerra mundial.
En estas condiciones, la tarea más urgente es la construcción de un movimiento masivo contra la guerra. Si los últimos 20 años nos han enseñado algo es que tal movimiento no puede basarse en el Partido Demócrata ni en las instituciones existentes de la sociedad estadounidense. Debe basarse en la clase obrera, unida a los trabajadores de todo el mundo e ir de la mano con la lucha por el socialismo.
(Publicado originalmente en inglés el 10 de septiembre de 2021)