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“El nivel de vida del trabajador estadounidense promedio tiene que caer”. —Paul Volcker
“Carter dio su orden. Qué ahora venga aquí a aplicarla”. —mineros del carbón de West Virginia al Bulletin
“Hay una sola cuestión esencial que suscita la bancarrota de Chrysler: ¿quién pagará por el colapso del sistema de lucro capitalista, la clase obrera o la patronal?”—Bulletin
Entre 1968 y 1975, una serie de crisis económicas y políticas hicieron convulsionar al capitalismo mundial. Los países capitalistas avanzados se vieron estremecidos por olas huelguísticas masivas, que alcanzaron proporciones revolucionarias en Francia en 1968. En 1974, una huelga de mineros de cobre destronó el Gobierno conservador de Heath en Reino Unido. Las dictaduras derechistas en Portugal y Grecia cayeron.
La crisis del capitalismo estadounidense se encontraba en el seno de la crisis global. En 1975, la guerra imperialista estadounidense en el sureste asiático se convirtió en una humillante derrota con la caída de Saigón. Un año antes, el presidente Richard Nixon se había visto obligado a renunciar debido al escándalo de Watergate, el cual estaba vinculado a la debacle en Vietnam.
El enorme costo financiero de la guerra de Vietnam aceleró el declive del capitalismo estadounidense y la fuga de las reservas de oro estadounidenses. Fue en respuesta a esta crisis que Nixon, este mes hace exactamente 50 años, en agosto de 1971, puso fin a la garantía en oro del dólar estadounidense. Esto no pudo frenar el debilitamiento del capitalismo estadounidense en relación con sus principales rivales europeos y asiáticos, y ayudó a desencadenar la alta inflación y el bajo crecimiento económico que caracterizó los años setenta.
Junto a un conjunto de países, Estados Unidos vivió un aumento en la actividad huelguística durante los años setenta. Al menos un millón de trabajadores hicieron huelga cada año entre 1969 y 1978, con las luchas obreras más pronunciadas a inicios de los setenta. Las huelgas se desarrollaron furiosamente en todo EE.UU., como lo atestiguó el Bulletin, el periódico de la Workers League [Liga Obrera] y el predecesor en EE.UU. del World Socialist Web Site. Los reporteros del Bulletin cubrieron cientos de estas luchas. La Workers League luchó tenazmente a lo largo de los años setenta para movilizar las bases obreras contra la burocracia sindical y sus políticas de colaboración de clases y su apoyo al Partido Demócrata de la patronal.
El papel prominente desempeñado por la Workers League contrastó marcadamente con la indiferencia de los grupos radicales de protesta que tacharon a los trabajadores estadounidenses de proimperialistas y racistas, tildando frecuentemente a los sindicatos de “consorcios de empleos para hombres blancos”. El entorno social de los radicales de clase media se había estado trasladando hacia la derecha desde que comenzó a menguar el movimiento de protesta contra la guerra de Vietnam a inicios de los años setenta, acogiendo la política en torno a estilos de vida e identidades y toda clase de prejuicios antiobreros.
La inflación fue un factor importante detrás de las huelgas de los años setenta, en la medida en que los trabajadores mantenían a duras penas el poder adquisitivo de sus salarios frente al alza de los precios. Hasta cierto grado, los trabajadores lograron que sus salarios se mantuvieran al ritmo de la inflación. En algunas instancias, conquistaron aumentos salariales aún mayores, como cuando los trabajadores siderúrgicos lograron un aumento de 30 por ciento por tres años en 1971. A pesar de que la burocracia de la AFL-CIO previno que estas luchas se integraran en forma de un desafío político al sistema bipartidista, seguía siendo una situación intolerable para el capitalismo estadounidense.
Paul Volcker, un ejecutivo del banco Chase Manhattan, nombrado por el presidente demócrata Jimmy Carter como titular de la Junta de la Reserva Federal en 1979, anunció la posición de la clase gobernante brevemente cuando declaró ese año: “El nivel de vida del trabajador estadounidense promedio necesita caer”.
La “terapia de shock” con las tasas de interés de Volcker, aumentando la tasa de referencia de préstamos federales a más de 20 por ciento, con el objetivo de frenar el espiral inflacionario y socavar la militancia de la clase obrera causando desempleo masivo. La Reserva Federal, actuando en nombre del Gobierno de Carter y la clase gobernante estadounidense forzó deliberadamente el cierre de una gran parte del sector manufacturero estadounidense que ya no rendía ganancias. Se perdieron 6,8 millones de puestos de empleo por el cierre de plantas entre 1978 y 1982. Regiones y ciudades enteras se vieron devastadas, principalmente aquellas vinculadas con las industrias de producción masiva y los sindicatos industriales, incluyendo gran parte del centro del país.
No obstante, no era suficiente alterar las condiciones económicas a costa de los trabajadores, como había dejado claro el pasado. El intento de Nixon de imponer controles salariales en 1971 no atajó las huelgas de los años setenta. La élite gobernante buscó derrotar clara y decisivamente al movimiento laboral. El objetivo era intimidar y debilitar la clase obrera, e instar a la industria privada a lanzar una campaña antisindical.
La batalla tenía que ser cuidadosamente seleccionada. Durante la huelga de los mineros del carbón de 111 días en 1977-1978, Carter intentó imponer una orden de regreso al trabajo al sindicato United Mine Workers of America (UMWA) en virtud de la ley Taft-Hartley. Los mineros ignoraron la orden, quemando copias del decreto de Carter en los piquetes de huelga.
“Carter dio su orden”, le dijeron los trabajadores al Bulletin. “Qué ahora venga aquí a aplicarla”. Otra consigna era “Taft puede minarlo, Hartley puede cargarlo y Carter puede metérselo por dónde le quepa”. Carter quedó humillado y perdió la confianza de la clase gobernante, que volcó su apoyo resueltamente a Ronald Reagan en la elección de 1980.
Necesitaban otro blanco. Sin duda, cuando las bases del UMWA volvieron a iniciar una huelga nacional en abril de 1981, rechazando por un gran margen un contrato entreguista impuesto por el sindicato, pocas semanas antes de la lucha en PATCO, el nuevo Gobierno de Reagan no recurrió a la ley Taft-Hartley ni intervino directamente. La huelga de 160.000 trabajadores duró 72 días, durante los cuales la Asociación de Operadores de Carbón Bituminoso (BCOA, por sus siglas en inglés) se rehusó a modificar la oferta rechazada por los mineros. En última instancia, los mineros ganaron concesiones menores de los operadores.
Reagan no intervino contra los mineros porque ya tenía preparativos avanzados para hacer un ejemplo de PATCO, un sindicato joven, pequeño y relativamente aislado.
La orden ejecutiva 10988, promulgada por el presidente John Kennedy en 1962, había permitido que los trabajadores federales se organizaran y la Ley de Reforma del Servicio Civil de 1978 les había otorgado derechos de negociación colectiva. Hasta 1968, los controladores aéreos pertenecían a un grupo ineficaz llamado Asociación Nacional de Empleados Gubernamentales (NAGE, por sus siglas en inglés). En aquel año explosivo, un puñado de trabajadores hartos de las condiciones laborales terribles y de la incapacidad de NAGE para enfrentarse a ellas, fundó PATCO. Las reducciones en los ritmos de trabajo y los paros utilizando sus licencias por enfermedad habían demostrado la potencial fuerza de la nueva organización, y en marzo de 1970, de manera simultánea con una masiva huelga salvaje de trabajadores de correo en EE.UU., PATCO organizó un paro de un mes.
Para 1976, PATCO había logrado la mayor densidad sindical de cualquier sindicato en el sector federal. Sus 13.681 miembros constituían el 85 por ciento de la fuerza laboral elegible. La mayoría de los miembros de PATCO tenía formación militar y orígenes de clase trabajadora. Joseph McCartin, un historiador de la huelga de 1981, descubrió que muchos de los padres de los dirigentes de la huelga habían sido miembros de sindicatos y habían vivido huelgas cuando eran jóvenes. [1]
En los años previos, la Autoridad Federal de Aviación (FAA, por sus siglas en inglés) había implementado un conjunto de innovaciones tecnológicas dependientes de los avances en la informática y dominadas expertamente por los controladores aéreos. Colectivamente, estos avances volvieron los viajes aéreos más seguros. Podían reducir la necesidad de mano de obra para el regular el tráfico aéreo por vuelo, pero no simplificaban el trabajo. Los controladores eran necesarios para la implementación y mejora de las nuevas tecnologías. Los sistemas informáticos frecuentemente se estrellaban. Solo en 1979, esto ocurrió 6.651. [2]
El control aéreo era y es uno de los trabajos más difíciles y estresantes del mundo. En un momento dado, un solo controlador aéreo puede estar a cargo de docenas de vuelos con miles de pasajeros entrando y dejando múltiples trayectorias, en aviones con distintas capacidades de velocidad y cada uno siguiendo su propio horario. Estos vuelos pueden operar en áreas de decenas o cientos de miles de kilómetros cuadrados, en climas muy distintos y sobre infraestructuras muy diversas. Es un campo extraordinariamente técnico.
Un investigador de la profesión se ha referido al trabajo como un “juego de ajedrez tridimensional”, citando un resumen del trabajo de los controladores en la revista Smithsonian: “Los controladores utilizan los talentos analíticos de un gran maestro del ajedrez, los cálculos mentales de un matemático y el idioma breve de una operadora de emergencia de la policía. Les enseñan a llevar a cabo sus trabajos con la certeza fría de un torero”. [3]
La desregulación de las aerolíneas, impulsada por el presidente Jimmy Carter y el senador Edward Kennedy, ambos demócratas, socavó el sistema point-to-point [de un punto a otro] del tráfico aéreo. Este fue reemplazado por el sistema hub-and-spoke [de distribución radial], aumentando enormemente el estrés laboral de los controladores en los aeropuertos hub [principales o nodales]. Al tiempo en que su carga y estrés laborales aumentaron, los controladores aéreos vieron una erosión de sus salarios por la inflación de los años setenta. En general, los trabajadores federales vieron una caída salarial del 3,1 por ciento en términos reales cada año entre 1973 y 1981. [4]
Antes de las elecciones presidenciales de 1976, PATCO había intentado conceder su respaldo político al republicano Gerald Ford a cambio de un trato más favorable. Repulsado, respaldó a Carter en 1976. Pero Carter tan solo empeoró sus condiciones, erosionando sus jubilaciones tempranas y salarios reales. A inicios de los años ochenta, el Gobierno de Carter comenzó a realizar planes elaborados para lidiar con el sindicato de los controladores aéreos. PATCO estaba consciente de que Carter lo tenía en la mira y, por esta razón, respaldó a Regan para presidente después de que le garantizara al sindicato que atendería sus agravios.
“Puede estar seguro”, le escribió Reagan al presidente de PATCO, Robert Poli, justo antes de las elecciones de 1980, “de que si me eligen presidente tomaré los pasos necesarios para darles a nuestros controladores aéreos el equipo más moderno disponible y para ajustar los niveles de personal y las jornadas laborales para que estén en línea con lograr el nivel máximo de seguridad pública”.
Por supuesto, Reagan mentía.
Pero los planes que Carter y Reagan tenían para PATCO no podían llevarse a cabo sin la complicidad del “movimiento laboral organizado”. Los sindicatos ya habían dejado en claro a lo largo de los setenta que no emprenderían ninguna lucha seria contra la destrucción de sindicatos ni los recortes salariales. Lo manifestaron a través de su compromiso de y participación cada vez activa en varios esquemas para garantizar la competitividad de EE.UU. En este sentido, el rescate de Chrysler de 1979 fue un hito.
El sindicato United Auto Workers (UAW), uno de los más poderosos en EE.UU. en ese entonces, aprobó concesiones en salarios y prestaciones a fin de garantizar un préstamo gubernamental que previniera la quiebra de Chrysler. El UAW les dijo a los trabajadores que era una entrega única a la empresa necesaria por las circunstancias extraordinarias y que el sacrificio de los trabajadores le regresaría la rentabilidad a la empresa, la cual devolvería el gesto posteriormente. Como advirtió la Workers League en ese momento, la traición del UAW en Chrysler constituía el principio de una política de concesiones, que se ha intensificado desde entonces.
El Bulletin escribió en 1979: “La bancarrota de Chrysler presenta una interrogante fundamental: ¿quién pagará por el colapso del sistema de lucro capitalista, la clase obrera o la patronal? La respuesta de la patronal, los bancos, los demócratas, el Gobierno de Carter y la burocracia del UAW es, por supuesto, la clase obrera”.
El papel de la Administración de Carter en la aprobación del rescate de Chrysler a costa de los trabajadores automotores demostró que no se podía presionar al Partido Demócrata para que defendiera los intereses de los trabajadores. Su ala liberal, encabezada por el senador Edward Kennedy de Massachusetts, desempeñó un papel fundamental en los retrocesos de los salarios y las condiciones. Fue Kennedy quien dirigió la campaña para la desregulación de las industrias del transporte terrestre y aéreo, cuyas consecuencias contribuyeron a llevar a poner a los trabajadores de PATCO en pie de lucha.
Posteriormente, los funcionarios de la Administración de Carter se atribuyeron públicamente el mérito de la operación de destrucción del sindicato PATCO. El plan fue ideado a principios de 1980 por Langhorne M. Bond, designado por Carter como director de la FAA, y Clark H. Onstad, asesor principal de la FAA y también designado por Carter. Ya en 1978, Onstad comenzó a elaborar planes para criminalizar una huelga de PATCO en conversaciones con Philip B. Heymann, fiscal general adjunto de Carter a cargo de la División Penal del Departamento de Justicia.
La rapidez con la que la FAA incorporó a los controladores suplentes bajo el mandato de Reagan es un testimonio de estos avanzados preparativos. Al principio de la huelga, la academia de la FAA en Oklahoma City aumentó repentinamente su número de alumnos, pasando de las típicas 70 clases a 1.400. Ray Van Vuren, director de operaciones de la FAA, dijo durante la huelga: “Sabía que teníamos demasiados (controladores) incluso antes de la huelga, pero no era práctico intentar racionalizar la fuerza de controladores debido a la resistencia esperada del sindicato”. Si los controladores no se hubieran puesto en huelga, habrían tenido que afrontar hasta 3.000 despidos.
“Se planificó de forma increíblemente detallada durante más de un año porque sabíamos que la huelga iba a producirse”, declaró Onstad al New York Times en medio de la huelga. El Times señaló que “los funcionarios de la Administración de Reagan pulieron con entusiasmo y pusieron en práctica los planes que se habían elaborado por primera vez en la Administración de Carter”.
Estos planes no pueden explicarse como algo puramente fiscal. Como señalaron los trabajadores de PATCO, implicaría un enorme coste formar a miles de nuevos controladores, por no hablar del daño a la economía resultante de la inevitable restricción de los vuelos comerciales. La Administración de Reagan acabó pagando unos 2.000 millones de dólares solo por la formación de los nuevos controladores.
Las demandas de los controladores, quienes por lo general fueron presentados en los medios de comunicación como privilegiados, mimados y arrogantes, tenían que ver con verdaderos problemas de seguridad para los pasajeros. Es cierto que los controladores de PATCO cobraban más que la mayoría de los trabajadores estadounidenses. El salario medio de un controlador oficial en un aeropuerto con mucho tráfico era de $32.000. En instalaciones con mucho tráfico, con horas extras, los controladores podían ganar hasta $56.000. [5] Pero realizaban un trabajo difícil, complejo y muy estresante que conllevaba una inmensa responsabilidad sobre la vida y la seguridad de los demás.
En las conversaciones con los reporteros del Bulletin, los huelguistas de PATCO dijeron una y otra vez que se vieron obligados a ir a la huelga por la falta de personal y otras políticas de la FAA que habían elevado el nivel de estrés de sus trabajos hasta el punto de ruptura. Los trabajadores se quejaron de la duración e intensidad de los turnos, que aumentaban innecesariamente su estrés laboral.
Las extenuantes condiciones llevaron a muchos a jubilarse anticipadamente por problemas de salud. “Nuestro trabajo consiste en separar los aviones”, dijo el controlador del aeropuerto metropolitano de Detroit, John Neece, al Bulletin. “Evitamos que choquen. Nunca te acostumbras a ello... En los 12 años que llevo aquí, he visto a un hombre jubilarse de forma normal y a 20 otros jubilarse con problemas médicos: úlceras, nervios, problemas cardíacos. Ahora tengo 38 años y lo más probable es que no llegue a la jubilación. Si te vas por motivos médicos, te dan el 40 por ciento de tu sueldo y te dicen que te vayas... Lo que hacemos es como un ajedrez tridimensional. Pero en este juego, cuando es jaque mate, te vas”.
“No tenemos descansos”, explicó el controlador aéreo de Oakland Tom King a un periodista del Bulletin. “Trabajamos ocho horas seguidas. Solo comemos en nuestros puestos. No tenemos ni calefacción ni aire acondicionado”.
“Conozco a un tipo, en ocho años aquí, que se ha retirado normalmente”, dijo otro controlador de Detroit, Bud Pierce. “Cuando llego a casa por la noche, tardo dos o tres horas en poder desconectarme. Rotan los turnos para que puedas salir de aquí a las 10 de la noche y tengas que estar de vuelta a las 7 de la mañana del día siguiente”.
Un estudio que salió a la luz en los primeros días de la huelga, recogido por el New York Times, descubrió que los controladores aéreos de EE.UU. trabajaban muchas más horas a la semana, y días al año, que sus homólogos de otros países industrializados, a pesar de que el volumen de tráfico en EE.UU. era normalmente mucho mayor. En Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Suecia, Austria, Francia, Suiza, Alemania Occidental, Dinamarca y Noruega, los controladores trabajaban una media de 35 horas semanales. En Estados Unidos, la media era de 40. En esos 10 países, los trabajadores tenían en promedio 32 días de vacaciones al año, y normalmente entre medio año y un año completo de baja por enfermedad remunerada. Los controladores estadounidenses tenían en promedio 19 días de vacaciones y solo podían disfrutar de 13 días de baja por enfermedad remunerada.
Las negociaciones sobre estas y otras exigencias con la Administración de Reagan en los primeros meses de 1981 no dieron resultados significativos. Esto era parte del plan. La Casa Blanca quería forzar una huelga. PATCO buscaba un contrato que hubiera supuesto $700 millones más en nuevos costes para la FAA. La FAA de Reagan no quería pasar de los $40 millones.
El líder del sindicato, Robert Poli, aceptó la oferta, pero las bases la rechazaron por un abrumador voto del 95 por ciento, 13.495 en contra y 616 a favor. Los trabajadores de base exigían una semana laboral de 32 horas y un aumento salarial del 30 por ciento. Las bases pidieron a Poli que volviera a la mesa de negociación. [6]
Continuará
***
Notas al pie de página
[1] McCartin, Joseph Anthony. Collision Course: Ronald Reagan, the Air Traffic Controllers, and the Strike That Changed America, 2013: 156; Nordlund, Willis J. Silent Skies: The Air Traffic Controllers ’ Strike: Westport, Conn.: Praeger, 1998: 16–21; Northrup, Herbert R. “The Rise and Demise of PATCO,” Industrial and Labor Relations Review 37, no. 2 (1984): 167–84; Hurd, Richard W., and Jill K. Kriesky. “‘The Rise and Demise of PATCO’ Reconstructed.” Industrial and Labor Relations Review 40, no. 1 (1986): 115–22; Workers League Political Committee Statement, “The PATCO Strike: A Warning to the Working Class,” agosto de 1981. Labor Publications, Detroit: 5.
[2] McCartin, Collision Course: 196–197; Nordlund, Willis J. Silent Skies: 82–83.
[3] Nordlund, Silent Skies: 60.
[4] McCartin, Collision Course: 198–199.
[5] Nordlund, Willis J., Silent Skies: The Air Traffic Controllers ’ Strike: Westport, Conn.: Praeger, 1998: 89–90.
[6] Greenhouse, Steven. The Big Squeeze: Tough Times for the American Worker. Primera edición, Nueva York: Alfred A. Knopf, 2008: 81; Galenson, Walter. The American Labor Movement, 1955 – 1995. Westport, Conn.: Greenwood Press, 1996: 54; Nordlund, Silent Skies: 82–82; 94–95.
(Artículo publicado originalmente en inglés el 4 de agosto de 2021)
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