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Perspectiva

El Primero de Mayo de 2021 y la lucha de clases global

Publicamos aquí el texto del reporte inicial de David North para el Mitin Internacional En Lí ea del Primero de Mayo de 2021 organizado por el World Socialist Web Site y el Comité Internacional de la Cuarta Internacional el 1 de mayo. North es el presidente del Consejo Editorial Internacional del WSWS y presidente nacional de Partido Socialista por la Igualdad en EE.UU.

Dando apertura a este Mitin del Primero de Mayo, tengo el honor de entregar los saludos del Comité Internacional de la Cuarta Internacional a la audiencia global que está participando en esta afirmación del día festivo histórico de la solidaridad global de la clase obrera.

Bajo las condiciones que prevalecen, no es posible describir este acto del Primero de Mayo de 2021 como una “celebración”. La magnitud del sufrimiento del último año, que perdura hasta la fecha, ha sido demasiado grande. La humanidad está pagando un terrible precio por la respuesta criminal de los regímenes capitalistas más poderosos ante la pandemia de COVID-19.

La priorización de los objetivos geopolíticos de las principales potencias imperialistas, el impulso incansable en busca de ganancias corporativas y la insaciable avaricia de los oligarcas capitalistas para obtener niveles obscenos de riqueza personal han prevenido la implementación de una respuesta dirigida por la ciencia y coordinada internacionalmente a la pandemia global.

Reporte inicial de David North ante el Mitin Internacional En Línea del Primero de Mayo de 2021

Las consecuencias de las políticas sociópatas perseguidas por los Gobiernos capitalistas se ven demostradas en la pérdida impactante de vida humana.

Hace exactamente un año, el 1 de mayo de 2020, las muertes globales por la pandemia habían alcanzado 240.000. Hasta hoy, han muerto casi 3.200.000 personas: más de 13 veces la cifra de hace un año.

De ese total, Europa representa 1.015.000 víctimas. En Norteamérica, han fallecido 861.000 personas. En Sudamérica, la cifra de muertes es de 670.000. Se han perdido 520.000 vidas en Asia. Y la cifra oficial de víctimas en África se reporta en 122.000.

La lista mundial de muertes tiene de primero a Estados Unidos, el país más rico y poderoso del mundo y el hogar del mayor número de milmillonarios. Hace un año exacto, los decesos de estadounidenses por la pandemia sumaban 65.000. En cuestión de 12 meses, las víctimas estadounidenses alcanzan las 590.000.

Esta cifra ya supera el total de soldados estadounidenses fallecidos en todas las guerras libradas por EE.UU. desde el inicio de la guerra hispano-estadounidense hace 123 años. Para mediados del otoño de 2021, o posiblemente antes, las muertes pandémicas superaran los decesos del conflicto más sangriento del país: la guerra civil de cuatro años, de 1861 a 1865.

Según un análisis de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades sobre datos de mortalidad entre marzo de 2020 hasta el 20 de febrero de 2021, fallecieron 574.000 estadounidenses más de lo que se esperaría en un año dado.

La tragedia estadounidense es parte de una catástrofe global, como ya se demostró con el repaso de las estadísticas regionales. En Brasil, las muertes rebasaron las 400.000. En México, la cifra de muertes se acerca a 220.000. En Reino Unido, han fallecido 127.000 personas. En Rusia, la pandemia se ha cobrado 110.000 vidas; en Francia, 105.000; en Alemania, 85.000; en España, 80.000; y en Turquía, 40.000.

Ahora que nos reunimos, la atención del mundo está enfocada en el horrendo impacto de la pandemia en India, donde la cifra de víctimas ha sobrepasado las 210.000 y está aumentando en miles cada día. Esta tragedia en marcha subraya el hecho indisputable de que no existe una solución nacional a lo que es, de hecho, una crisis global.

Con tal de que el virus del COVID-19 se extienda en poblaciones desprotegidas en uno u otro país o región, multiplicándose y mutando, seguirá cobrándose un terrible precio en vidas humanas. En los próximos meses, los países más pobres sufrirán el grueso de la crisis. Como declaró un médico de Harvard en una entrevista publicada el viernes en el Financial Times, el brote de la pandemia en el África subsahariana es solo una cuestión de tiempo.

Es más, más allá de los consuelos de que las vacunas protegerán a los países ricos de los estragos infligidos por el virus en aquellos países sin los suministros necesarios de vacunas, los epidemiólogos advierten que hay que rechazar esa complacencia infundada y peligrosa.

El hecho es que la pandemia no es un evento pasadero, que simplemente se desvanecerá y permitirá un regreso al statu quo prepandemia. Lejos de acercarse a un fin de la crisis, la pandemia ha desestabilizado profundamente todo el sistema capitalista mundial. No solo no se acerca el mundo a un fin de la pandemia o incluso el comienzo del fin. Lo que inició como una crisis médica ha hecho metástasis y se ha transformado en una crisis económica, social y política fundamental de todo el orden capitalista mundial.

El año pasado, cuando apenas comenzaba la pandemia, el World Socialist Web Site —órgano del Comité Internacional de la Cuarta Internacional— la definió como un “evento desencadenante” histórico, comparable a la Primera Guerra Mundial. El estallido repentino de la guerra, detonado por lo que parecía inicialmente un incidente político de menor importancia en los Balcanes, asumió dimensiones que muy pocas personas, fuera de un pequeño número de internacionalistas revolucionarios marxistas aislados, imaginaban que era posible en agosto de 1914.

Cuando inició la guerra, los jóvenes de Europa marcharon al combate en medio de un júbilo generalizado, confiados de que regresarían a casa para celebrar Navidad con sus familias. Eso no ocurrió. Cientos de miles de esos jóvenes entusiasmados en agosto de 1914 fallecerían antes de diciembre. Y la guerra se prolongaba más y más, hasta 1915 y 1916 y 1917, empantanando los campos de batalla de Europa, tanto en el frente oriental como el occidental, con la sangre de millones de soldados.

La guerra procedió un con ímpetu terrible. La muerte se normalizó. Los Gobiernos y los comandantes militares comenzaron a referirse a seres humanos como “material humano”, como “cosas” abstractas que podían desperdiciarse de acuerdo con lo exigido por la lógica del conflicto. Pese a sus horrores, la guerra no podía acabarse porque los intereses geopolíticos y económicos de las clases gobernantes de las potencias capitalistas en guerra no permitían que se negociara una resolución.

Para finalizar la guerra, el control de la sociedad debía ser arrebatado de las manos de los gobernantes capitalistas. Es decir, se tenía que movilizar una fuerza mayor a los ejércitos comandados por los Gobiernos del momento. Se trataba de la clase obrera de todos los países en guerra. Armada con un programa socialista revolucionario, la clase obrera internacional tuvo que librar una guerra contra la guerra. Esa fue la perspectiva de Lenin y Trotsky. En septiembre de 1915, un pequeño grupo de socialistas opuestos a la guerra en Zimmerwald, Suiza. Se eligió a Trotsky al final de la conferencia de cuatro días para escribir un Manifiesto dirigido a la clase trabajadora.

Este incomparable genio político y luchador revolucionario encontró las palabras apropiadas para emplazar a los trabajadores de Europa.

La guerra se ha extendido por más de un año. Millones de cuerpos yacen en los campos de batalla; millones de hombres han quedado mutilados de por vida. Europa se ha vuelto un gigantesco matadero para humanos. Toda la ciencia, el trabajo de muchas generaciones, se está dedicado a la destrucción. La barbarie más salvaje celebra su triunfo por sobre todo lo que enorgullecía a la raza humana.

Sea cual fuere la verdad sobre la responsabilidad inmediata por el estallido de la guerra, una cosa es cierta: la guerra que ha producido este caos es el resultado del Imperialismo, de los cometidos de las clases capitalistas en todas las naciones para satisfacer su afán de lucro por medio de la explotación del trabajo humano y los tesoros de la Naturaleza. …

A medida que continua la guerra, sus fuerzas impulsoras reales se vuelven evidentes por toda su bajeza. Poco a poco, se está cayendo el velo que ha cubierto el significado de esta catástrofe mundial frente a su comprensión por parte de los pueblos.

En cuestión de 18 meses, en febrero de 1917, estalló la revolución en Rusia. Ocho meses después, en octubre de ese año, Lenin y Trotsky lideraron a la clase obrera rusa en el derrocamiento del Gobierno provisional burgués. La Rusia soviética se retiró de la guerra. Un año después, en noviembre de 1918, inspirados por la Revolución bolchevique, la clase obrera alemana se alzó contra la guerra. Ese levantamiento finalmente acabó con la Primera Guerra Mundial.

Así como el estallido de la Primera Guerra Mundial, la pandemia pudo parecer al principio como una de esas tragedias imprevisibles que ocasionalmente aflige a la humanidad y que no se le puede atribuir directa y justamente a nadie. Pero eso no fue cierto con la Primera Guerra Mundial y tampoco lo es con la pandemia. El comienzo de la guerra en 1914, independientemente de las circunstancias inmediatas, y sus consecuencias desastrosas derivaron de las políticas y los intereses avanzados por las potencias imperialistas de ese entonces.

Las circunstancias y el lugar exactos de la primera transmisión del virus del COVID-19 de un animal a un humano no podía predecirse. Pero los epidemiólogos han advertido sobre tal eventualidad de manera cada vez más urgente por 30 años. El terrible impacto de una pandemia en términos de mortalidad, dislocación social y trauma emocional ha sido descrito en detalle. Pero ni el Gobierno estadounidense ni los europeos acataron las advertencias. Los gastos económicos necesarios para esto fueron considerados reducciones injustificables de sus márgenes de ganancia y de las vastas sumas de dinero dedicadas a incontables formas de especulación financiera que han alimentado las fortunas de los superricos.

Por lo menos a inicios de enero de 2020, los Gobiernos de EE.UU., Canadá y Europa sabían con certeza que el brote de la pandemia podía ocasionar pérdidas masivas de vida. Pero, les preocupaba más que las medidas críticas para prevenir la propagación descontrolada del virus de COVID-19 —pruebas universales, rastreo de contactos y un cierre estricto de todos los lugares de trabajo no esenciales— generaran pérdidas enormes para los mercados financieros y desviaran ingresos que necesitaban desesperadamente las corporaciones sumamente endeudadas. El Gobierno de Trump decidió —con el apoyo clandestino del Congreso— minimizar deliberadamente el peligro. Los meses cruciales de febrero y marzo de 2020 no se utilizaron para contener la propagación del virus, sino para preparar un rescate masivo de varios billones de dólares para los bancos, las corporaciones y los especuladores financieros.

Las demandas cada vez mayores de la clase obrera de que se cerraran los centros laborales inseguros y las escuelas resultaron en medidas de contención tardías y limitadas. Pero, no bien se implementó el rescate financiero y corporativo a fines de marzo de 2020, las clases gobernantes desataron una campaña abominable de reapertura de negocios y escuelas bajo la consigna “La cura no puede ser peor que la enfermedad”. La decisión imprudente y desastrosa de Suecia de permitir que el virus se propagara libremente para alcanzar la inmunidad de rebaño fue promovida por la prensa capitalista de EE.UU. y Europa como el modelo a seguir para todos los Gobiernos.

Es un hecho indisputable que la subordinación de las vidas humanas a los intereses financieros es responsable de millones de muertes prematuras. La abrumadora mayoría de muertes por COVID-19 debió haberse prevenido. El impacto devastador de la pandemia se debió mucho más a los intereses económicos de la clase capitalista que a la estructura biológica del virus.

Además, como lo hizo la Primera Guerra Mundial, la pandemia ha expuesto y exacerbado las profundas contradicciones económicas, políticas y sociales del sistema capitalista a una escala tanto nacional como internacional. La pandemia ha dejado al descubierto un nivel de desigualdad que evidentemente es incompatible con la estabilidad social, ni hablar de las formas democráticas tradicionales de gobierno. En su discurso del Estado de la Unión, el presidente Biden prácticamente reconoció que EE.UU. es una sociedad disfuncional con millones sumidos en condiciones severamente desesperadas. Se refirió a sus encuentros con estadounidenses que enfrentan desahucios, son incapaces de alimentar a sus familias y no pueden costear atención médica. El treinta y cinco por ciento de los estadounidenses rurales, admitió Biden, no tiene acceso a internet.

A tan solo 114 días del ataque armado fascista contra el Congreso, organizado por el último presidente, Biden declaró —protegido por tropas y policías que rodeaban el Capitolio— que el pueblo estadounidense “ha mirado al abismo de la insurrección y la autocracia, la pandemia y el dolor”. Describió los eventos del 6 de enero como “una crisis existencial, una prueba para ver si nuestra democracia puede sobrevivir”.

A continuación, afirmó que “la lucha está lejos de haberse terminado”, y procedió a cuestionar si la democracia sobrevivirá en Estados Unidos. “La cuestión de si nuestra democracia perdurará durante mucho tiempo es antigua y urgente, tan antigua como nuestra República, y aún hoy es vital”.

Nunca en la historia de Estados Unidos ningún presidente ha expresado en un discurso público, pronunciado ante toda la población, tal grado de desmoralización y desesperación.

¿Y qué ofreció el presidente Biden como solución a esta crisis existencial? Nada más que una serie de vagas promesas de medias y cuartas medidas. Intentará vaciar un océano de desigualdad con una cuchara. La oligarquía de Wall Street y de las corporaciones no pondrá a su disposición un instrumento más grande. El programa de “reforma” de Biden no incluye ni una sola medida que socave en lo más mínimo la riqueza y el poder de la clase dominante estadounidense. Tranquilizó explícitamente a los oligarcas y a los sectores más acomodados de la clase media: “Creo que deberían poder hacerse milmillonarios y millonarios...”. Lo único que pide es que paguen su “parte justa”. Como si la acumulación de millones y miles de millones por parte de los capitalistas fuera posible sin la explotación masiva de la clase trabajadora en Estados Unidos e internacionalmente.

La verdadera agenda de Biden emergió cuando dirigió su atención a los objetivos globales de la clase dominante estadounidense. Estados Unidos, declaró, está “en competencia con China y otros países para ganar el siglo veintiuno. Estamos en un gran punto de inflexión en la historia”.

El programa nacional de Biden se enmarcó por completo en términos de nacionalismo económico y de lucha por mantener la supremacía mundial de Estados Unidos. Prometió que su “Plan de Empleo Estadounidense se guiará por un principio: comprar productos estadounidenses; comprar productos estadounidenses”.

La idea central del programa de nacionalismo económico de Biden es la creación de una “Fortaleza Estadounidense”, preparándose para enfrentarse a China y a otros rivales geopolíticos y económicos en “la competición que tenemos con el resto del mundo para ganar el siglo veintiuno”.

Un componente esencial y crítico del impulso de Estados Unidos hacia la hegemonía mundial es la supresión de toda expresión independiente por parte de la clase trabajadora de sus intereses sociales propios.

El Gobierno de Biden y la clase dominante en su conjunto son plenamente conscientes de que la pandemia ha acelerado un proceso de radicalización de la clase trabajadora que se ha ido desarrollando a lo largo de la última década. El mayor temor de la clase dominante es un estallido de la lucha de clases que se salga de su control y desborde todas las instituciones existentes: el sistema bipartidista, los medios de propaganda, la industria del entretenimiento-deportes-religión, las ciudadelas académicas de la política de raza y género y los sindicatos existentes.

En especial, ha sido el descrédito de la confederación AFL-CIO y sus sindicatos asociados lo que ha provocado una profunda ansiedad en la clase dominante. Durante las últimas cuatro décadas, la clase dominante estadounidense se ha apoyado en estas organizaciones corruptas —“sindicatos” solo de nombre— para reprimir la resistencia social de la clase trabajadora. Y hay que reconocer que estos reaccionarios y opresivos consorcios antiobreros —con miles de ejecutivos y administradores que cobran miles de millones de dólares en salarios— han realizado su trabajo con gran eficacia. Durante los últimos 35 años, las huelgas prácticamente han desaparecido en Estados Unidos, los salarios se han recortado y se han destruido millones de puestos de trabajo.

En este contexto, el llamamiento de Biden a fortalecer los sindicatos existentes no tiene como objetivo promover la militancia de la clase obrera, sino impedir su desarrollo y asegurar su continua supresión.

Además, la eliminación de cualquier forma de organización independiente de la clase obrera dentro de un movimiento sindical patrocinado por el Gobierno y completamente integrado en el Estado capitalista según las líneas corporativistas es un imperativo estratégico para el imperialismo estadounidense mientras se prepara, en condiciones de profunda crisis económica, para lo que los círculos gobernantes conciben como una confrontación inevitable con China. Es muy significativo que el “Grupo de Trabajo de la Casa Blanca sobre Organización y Empoderamiento de los Trabajadores”, creado por el presidente Biden en una orden ejecutiva promulgada la semana pasada, incluya como sus tres miembros principales al secretario de Defensa, Lloyd Austin, a la secretaria del Tesoro, Janet Yellen —expresidenta de la Reserva Federal— y al secretario de Seguridad Nacional, Alejandro Mayorkas. En otras palabras, el “empoderamiento” de Biden de los sindicatos patrocinados por el Gobierno tendrá lugar bajo la égida de los miembros de su gabinete encargados principalmente de las operaciones militares, la política económica y la represión interna.

Lo que Biden está creando se asemeja al tipo de estructura estatal corporativista, basada en la amalgama forzada de la gestión empresarial y los sindicatos oficiales dirigidos por el Gobierno, establecida bajo los regímenes fascistas en las décadas de 1920 y 1930. Trotsky explicó el impulso económico objetivo que detrás de este proceso:

El capitalismo monopolista no se basa en la competencia y la libre iniciativa privada, sino en el mando centralizado. Las camarillas capitalistas a la cabeza de los poderosos trusts, asociaciones, consorcios bancarios, etc., contemplan la vida económica desde las mismas alturas que el poder estatal; y requieren a cada paso la colaboración de éste. ... Al transformar los sindicatos en órganos del Estado, el fascismo no inventa nada nuevo; simplemente lleva a su última conclusión las tendencias inherentes al imperialismo.

El Gobierno de Biden no es fascista, pero sus políticas, determinadas por los imperativos económicos y geopolíticos del imperialismo estadounidense, anticipan las políticas que aplicaría un régimen fascista si llegara al poder, aunque con una brutalidad ilimitada y sin ningún tipo de restricciones legales al ejercicio de la violencia contra la clase obrera.

La tendencia a la represión corporativista de la clase obrera no es en absoluto un fenómeno puramente estadounidense. Si bien los métodos empleados por los distintos Gobiernos capitalistas están influenciados por las condiciones y tradiciones nacionales, la tendencia básica hacia una contención y represión cada vez más severa de las luchas de la clase obrera se manifiesta en todos los países. No se puede permitir que la clase obrera tenga la oportunidad de promover sus propios intereses sociales, en oposición a las agendas nacionales e internacionales que persiguen las élites gobernantes. Para mantener el control social, el ejército y la policía no son suficientes. Especialmente en un periodo de radicalización social, el despliegue prematuro de estas fuerzas básicas de represión puede resultar en un desastre político. La función de los sindicatos es mantener a la clase obrera estrechamente ligada al programa capitalista. El aparato debe reprimir las huelgas y garantizar su pronta traición si no se pueden impedir del todo. Las traiciones llevadas a cabo por los sindicatos producen la desmoralización que despeja el camino para la victoria del fascismo.

Pero estas derrotas deben ser evitadas. La lucha de clases —el proceso social necesario del que depende la renovación revolucionaria y el desarrollo progresista de la civilización humana— no debe ser suprimida. El gran poder creativo de la clase obrera debe desatarse en Estados Unidos y en todo el mundo.

Si se quiere controlar por fin la pandemia, si se quiere frenar el impulso bélico, si se quiere impedir la dictadura y si se quiere evitar un desastre ecológico, hay que crear nuevos medios e instrumentos de lucha social.

Por este motivo, el Comité Internacional de la Cuarta Internacional ha hecho un llamado para la formación de la Alianza Obrera Internacional de Comités de Base (AOI-CB). El objetivo de esta iniciativa global es desarrollar un auténtico movimiento de la clase obrera internacional con una base amplia, y animar a los trabajadores de todos los países a romper los grilletes de los actuales sindicatos antidemocráticos, controlados por el Estado y compuestos por ejecutivos procapitalistas y de derecha.

La AOI-CB se esforzará por derribar las barreras nacionales, se opondrá a todos los esfuerzos por socavar la unidad de clase a través de la promoción de la política reaccionaria de la clase media en torno a la identidad racial, étnica y otras relacionadas, y facilitará la coordinación de la lucha de clases a escala internacional.

A través de estos esfuerzos para unificar a los trabajadores más allá de las fronteras nacionales, contribuirá poderosamente a la creación de un movimiento global para contrarrestar e impedir la campaña bélica.

Y permítanme dejar muy claro este punto. El Comité Internacional condena enérgicamente las calumnias del imperialismo estadounidense contra el pueblo chino. Son mentiras, y nada más que mentiras.

Al asistir a los trabajadores en la formación y construcción de la AOI-CB, el Comité Internacional de la Cuarta Internacional, sus Partidos Socialistas por la Igualdad afiliados y el World Socialist Web Site tratarán de impartir a estos esfuerzos una clara estrategia internacional, explicando la conexión entre las luchas locales y el desarrollo de la lucha global de la clase obrera contra el capitalismo y el imperialismo.

En las horas más oscuras de la Primera Guerra Mundial, Trotsky reconoció que la crisis global desataría poderosas fuerzas de cambio revolucionario. Escribió:

“La época revolucionaria creará nuevas formas de organización a partir de los recursos inagotables del socialismo proletario, nuevas formas que estarán a la altura de la grandeza de las nuevas tareas”.

Estas palabras rigen con mayor fuerza para la crisis del mundo actual. La Alianza Obrera Internacional de Comités de Base es una nueva forma de organización, cuya creación responde a las exigencias de una nueva época de lucha revolucionaria.

La clase obrera internacional y el socialismo son los que ganarán el siglo veintiuno.

(Artículo publicado originalmente en inglés el 2 de mayo de 2021)

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