El horrendo incendio que asoló los masivos campamentos de refugiados de la ciudad Cox’s Bazar en Bangladesh el lunes constituye una condena no solo para las autoridades bangladesíes, sino para los Gobiernos capitalistas de todo el mundo. Desde el sur de Asia y Australia hasta Europa y EE.UU., todos los Gobiernos, sean nominalmente de “izquierda” o abiertamente de derecha, han sometido a una barbárica persecución a decenas de millones de personas desesperadas y empobrecidas que huyen de la opresión y la pobreza.
El incendio, cuya causa sigue siendo investigada, consumió estructuras precarias que albergaban a un millón de refugiados rohingya, quienes escapan las operaciones asesinas del ejército en el país vecino de Birmania. El fuego destruyó unas 10.000 casas, así como centros comunitarios, escuelas y otras estructuras, dejando a más de 60.000 personas sin techo y necesitadas de comida, agua, un refugio y medicinas.
Al tiempo de edición, se habían confirmado 15 personas muertas, pero la cifra puede aumentar rápido dado que al menos 400 personas, en su mayoría niños, siguen desaparecidas. Otras 560 personas quedaron heridas.
Las mallas con púas alrededor de los campamentos previnieron que las personas escaparan del fuego y contribuyó a la terrible cifra de fallecidos. La falta de agua permitió que el incendio se saliera de control hasta que los bomberos lo contuvieran seis horas después.
El comisionado para refugiados de Bangladesh, Shah Rezwan Hayat, había rechazado los llamados de las agencias humanitarias internacionales de quitar las mallas, alegando absurdamente que eran “para garantizar la protección y seguridad de la población rohingya”. En realidad, el alambrado de púas rodea lo que solo puede describirse como un masivo campo de concentración en el que cientos de miles están aprisionados sin acceso a los servicios más básicos, incluso agua e instalaciones de saneamiento.
El Gobierno bangladesí ha tratado a los refugiados rohingya con absoluta hostilidad, tachándolos de criminales y convirtiéndolos en chivos expiatorios de la falta de servicios esenciales del país. Tras intentar impedirles la entrada en el país, y después detenerlos en condiciones espantosas en los campos de Cox's Bazar, ahora pretende obligarlos a alojarse de forma permanente en la isla de Bhasan Char, una planicie de barro aislada, inestable y propensa a las inundaciones y los ciclones, o a regresar a Birmania, sin garantías de seguridad.
Más de 700.000 de los refugiados que actualmente se encuentran en Bangladesh huyeron de Birmania en 2017, después de que los militares lanzaran ataques sistemáticos contra la minoría musulmana rohingya, llevando a cabo asesinatos, violaciones e incendios de pueblos. En 2018, Andrew Gilmour, secretario general adjunto de la ONU para los derechos humanos, calificó las operaciones de los militares de “limpieza étnica”.
La líder de facto del Gobierno birmano en ese momento, Aung San Suu Kyi, que había sido universalmente aclamada en Occidente como un “icono de la democracia”, defendió las atrocidades de los militares, compareciendo en la Corte Internacional de Justicia en 2019 para negar las pruebas irrefutables de los abusos contra los derechos humanos. Suu Kyi y su Liga Nacional para la Democracia, al igual que los militares, están enfrascados en el chovinismo budista birmano y tachan a los rohingya de inmigrantes ilegales, a pesar de que llevan siglos viviendo en el país.
A diferencia de los demás grupos étnicos del país, los rohingya no tienen derechos de ciudadanía y, por lo tanto, son tratados como una minoría apátrida, que no es bienvenida ni en Birmania, ni en Bangladesh, ni en ningún otro lugar del mundo.
La responsabilidad del terrible incendio de esta semana no solo recae en las élites gobernantes de Bangladesh y Birmania, sino en las clases dirigentes de todo el mundo, que han cerrado sus fronteras y vilipendiado a los refugiados e inmigrantes.
No es de extrañar que el incendio que arrasó con los campos de detención de Cox's Bazar haya sido prácticamente ignorado en los medios de comunicación estadounidenses e internacionales. Los Gobiernos occidentales no han ofrecido ayuda para su reubicación, alimentación y atención médica.
Aunque el trato brutal que reciben los rohingya en Birmania se reconoce como un crimen de lesa humanidad, las víctimas son tratadas con indiferencia y desprecio. Al buscar una vida mejor en los países capitalistas avanzados, se les recibe con armas, celdas y campos de detención.
Los rohingya forman parte de la creciente marea humana obligada a huir de la guerra, la opresión y la pobreza producidas por la creciente crisis del capitalismo mundial. Según las últimas estadísticas de la ONU, que abarcan 2019, hay al menos 79,5 millones de personas sin Estado en todo el mundo, muchos de ellos confinados en fétidos y abarrotados campamentos de refugiados en países económicamente atrasados como Bangladesh.
El insensible trato de los rohingya por parte del Gobierno bangladesí tiene su paralelo en países de todo el mundo. El Gobierno de Biden tiene la misma convicción de Trump de bloquear la entrada de refugiados que huyen de la opresión y la pobreza en América Latina producida por más de un siglo de saqueo del imperialismo estadounidense. Los que llegan a la frontera, incluidos unos 15.000 niños no acompañados, son tratados como delincuentes y encerrados.
Las potencias europeas han establecido medidas para vigilar sus fronteras terrestres y marítimas, lo que ha provocado que cantidades masivas de refugiados se ahoguen en el Mediterráneo.
Los Gobiernos australianos fueron los pioneros en el uso de su Armada para bloquear a los refugiados por mar y encarcelarlos indefinidamente en centros de detención en alta mar. Miles de personas han sido confinadas en islas remotas del Pacífico por años, sin ninguna posibilidad de residir en Australia aunque se les conceda el estatus de refugiado.
La pandemia del COVID-19 ha intensificado enormemente la crisis global del capitalismo y todas sus contradicciones, acelerando el impulso hacia la guerra, las medidas de Estado policial y las formas autoritarias y fascistas de gobierno, y la implacable ofensiva contra la posición social de la clase trabajadora.
Los humos tóxicos del nacionalismo y la xenofobia que están siendo azuzados por todas las clases dominantes tienen como objetivo volcar las tensiones sociales explosivas hacia afuera, ya sea convirtiendo a las personas más vulnerables del mundo en chivos expiatorios, tildándolos de “extranjeros ilegales”, o haciendo sonar los tambores de guerra contra un enemigo extranjero.
El hecho de que los Gobiernos no reconozcan el derecho democrático básico al asilo es otra muestra de que no existe ninguna base de apoyo en los círculos gobernantes de ningún país para la defensa de los derechos democráticos.
Sin embargo, la pandemia mundial está intensificando la lucha de clases, en la medida en que los trabajadores se oponen a los intentos de los Gobiernos y las empresas a obligarlos a trabajar en lugares de trabajo inseguros e insalubres, y a aceptar profundos recortes en sus puestos de trabajo, condiciones y salarios con el fin de aumentar las ganancias.
Mientras el mundo se precipita hacia la guerra y al desastre económico, los trabajadores deben rechazar el veneno del nacionalismo y el racismo, unir sus luchas a nivel internacional y defender los derechos de todos los sectores de la clase trabajadora, incluidos los millones de refugiados perseguidos en todo el mundo.
(Artículo publicado originalmente en inglés el 25 de marzo de 2021)