Hoy hace diez años, comenzaron las protestas masivas en Egipto que condujeron 18 días después a la caída del antiguo dictador Hosni Mubarak, electrizando a los trabajadores y jóvenes de todo el mundo.
La revolución egipcia fue un poderoso levantamiento revolucionario en el que la clase trabajadora desempeñó el papel central. El 25 de enero de 2011, decenas de miles de personas salieron a las calles en ciudades de todo el país, incluyendo Suez, Puerto Saíd y Alexandria. En el llamado “viernes de la ira” tres días después, estas crecientes masas de personas derrotaron a las notorias fuerzas de seguridad del régimen en combates callejeros que llegaron a asimilarse a una guerra civil.
Millones de personas se manifestaron en todo Egipto durante los días siguientes. La plaza Tahrir, ocupada por cientos de miles de personas que llegaron al centro de El Cairo, se convirtió en un símbolo internacional del levantamiento, pero fue la intervención de la clase trabajadora la que finalmente dio el golpe decisivo a Mubarak. Del 7 al 8 de febrero, estalló una ola de huelgas y ocupaciones de fábricas en todo el país, que continuó creciendo después de que Mubarak renunció el 11 de febrero.
En el punto álgido de la revolución, se estima que hubo entre 40 y 60 huelgas por día. En el mes de febrero de 2011 se produjeron tantas huelgas como en todo el año anterior. Cientos de miles de trabajadores en los principales centros industriales de Egipto estaban en huelga, incluyendo los trabajadores del canal de Suez, los trabajadores acereros en Suez y Puerto Saíd, y los 27.000 trabajadores textiles en Ghazl al-Mahalla, la instalación industrial más grande de Egipto en la ciudad de Mahalla al- Kubra.
El World Socialist Web Site evaluó los acontecimientos en Egipto y Túnez, donde las protestas masivas derrocaron al antiguo dictador Zine al-Abidine Ben Ali días antes, como el comienzo de una nueva época revolucionaria. En una perspectiva titulada “ La revolución egipcia ”, David North, presidente del Consejo Editorial Internacional del WSWS, escribió:
La revolución egipcia está dando un golpe devastador al triunfalismo procapitalista que siguió a la liquidación de la URSS por parte de la burocracia soviética en 1991. La lucha de clases, el socialismo y el marxismo fueron declarados irrelevantes en el mundo moderno. La “Historia” —a saber, “La historia de toda la sociedad existente hasta ahora es la historia de las luchas de clases” (Karl Marx y Friedrich Engels)— había terminado. Desde ese momento en adelante, las únicas revoluciones concebibles para los medios eran las “codificadas por colores” de antemano, diseñadas políticamente por el Departamento de Estado de los Estados Unidos y luego implementadas por los sectores afluentes procapitalistas y prósperos.
Este escenario complaciente y reaccionario ha estallado en Túnez y Egipto. La historia ha vuelto con fuerza. Lo que se está desarrollando actualmente en El Cairo y en todo Egipto es una revolución auténtica. “La característica más indudable de una revolución es la intervención directa de las masas en los acontecimientos históricos”, escribió León Trotsky, el principal especialista en el tema. Esta definición de revolución se aplica completamente a lo que está sucediendo ahora en Egipto.
Sin embargo, diez años después, no es la clase trabajadora la que está en el poder en Egipto, sino una dictadura militar empapada de sangre, respaldada por las potencias imperialistas, que vive aterrorizada ante un nuevo levantamiento de masas y que reprime toda señal de oposición social. El 22 de enero, el Parlamento egipcio, a petición del exgeneral y actual dictador de Mubarak, Abdelfatah el-Sisi, prorrogó el estado de emergencia otros tres años. Desde su golpe de Estado contra el presidente electo Mohammed Morsi en 2013, más de 60.000 presos políticos han desaparecido en las cámaras de tortura del régimen. Miles han sido condenados a muerte y ejecutados.
En medio de un renovado resurgimiento de la lucha de clases en todo el mundo, alimentada por las horribles consecuencias de la pandemia, y el recurso cada vez más abierto de la burguesía a la dictadura y las formas fascistizantes de gobierno, es necesario extraer lecciones políticas de estas experiencias. ¿Cómo podría salir victoriosa la contrarrevolución en Egipto y qué tareas políticas plantea esto para las batallas de clases que vienen? La clave para responder a estas preguntas críticas es un estudio concreto de los hechos y el papel de las tendencias y programas políticos. El principal problema de la revolución egipcia fue la falta de una dirección revolucionaria.
Un día antes del derrocamiento de Mubarak, David North advirtió en otro artículo de perspectiva:
El mayor peligro que enfrentan los trabajadores egipcios es que, después de proporcionar la fuerza social esencial para arrebatar el poder de las manos de un dictador envejecido, nada políticamente sustancial cambiará excepto los nombres y rostros de algunos de los principales miembros del personal. En otras palabras, el Estado capitalista permanecerá intacto. El poder político y el control sobre la vida económica permanecerán en manos de los capitalistas egipcios, respaldados por los militares, y sus amos imperialistas en Europa y América del Norte. Las promesas de democracia y reformas sociales serán repudiadas en la primera oportunidad y se instituirá un nuevo régimen de represión salvaje.
Estos peligros no están siendo exagerados. Toda la historia de las luchas revolucionarias en el siglo XX demuestra que la lucha por la democracia y por la liberación de los países oprimidos por el imperialismo puede lograrse, como insistía León Trotsky en su teoría de la revolución permanente, solo mediante la conquista del poder por parte de la clase obrera sobre la base de un programa internacionalista y socialista.
A lo largo de la revolución egipcia, esta evaluación fue confirmada. Todas las facciones y partidos de la burguesía y sus apéndices estalinistas y pseudoizquierdistas mostraron su carácter esencialmente contrarrevolucionario. Colaboraron con los imperialistas y defendieron el capitalismo egipcio y sus instituciones. Esto es tan cierto para la Hermandad Musulmana, que ahora está nuevamente prohibida como lo fue bajo Mubarak, como lo es para los partidos nasseristas o “liberales”. Como partido gobernante antes del golpe, la Hermandad conspiró con los militares, prohibió las huelgas y protestas y apoyó las intervenciones imperialistas en Libia y Siria.
Uno puede mencionar algunos ejemplos destacados. Mohamed El Baradei, exlíder de la Asociación Nacional para el Cambio, se convirtió en el primer vicepresidente de la junta militar de Sisi. El líder sindical “independiente” Kamal Abu Eita se convirtió en ministro de Trabajo. Hamdeen Sabahi, el líder de la corriente popular egipcia nasserista, defendió públicamente las masacres de la junta. Cuando el ejército asesinó al menos a 900 opositores al golpe, incluyendo mujeres y niños, mientras disolvía las protestas de los partidarios de Morsi en la plaza Rabaa El-Adaweya en El Cairo, Sabahi declaró en la televisión: “Estaremos de la mano, el pueblo, el ejército y la policía”.
Sin embargo, una tendencia particularmente corrupta que allanó el camino para la contrarrevolución fueron los llamados Revolucionarios Socialistas (RS), un grupo pseudoizquierdista en Egipto con estrechos vínculos con el Socialist Workers Party (SWP, Partido de los Trabajadores Socialistas) de Reino Unido y el partido La Izquierda de Alemania, entre otros. En cada etapa de la revolución, insistieron en que los trabajadores no podían desempeñar un papel independiente, sino que debían subordinarse a una u otra facción de la burguesía para luchar por sus derechos democráticos y sociales.
Después de la caída de Mubarak, los RS alimentaron las ilusiones en el ejército, que habían tomado el poder bajo el liderazgo del exministro de Defensa de Mubarak, Muhammed Tantawi. En el periódico británico The Guardian, el activista de los RS, Hossam el-Hamalawy, escribió que “los jóvenes oficiales y soldados” son “nuestros aliados”, declarando que el ejército “eventualmente diseñará la transición a un gobierno civil”.
Mientras el ejército tomaba medidas represivas contra las protestas y huelgas y surgían llamamientos para una “segunda revolución”, los RS reavivaron su anterior apoyo a los Hermanos Musulmanes. En declaraciones del partido, llamaron a los islamistas el “ala derecha de la revolución”, defendiendo un voto por Morsi en las elecciones presidenciales de 2012. Luego celebraron la victoria de Morsi como una “victoria de la revolución” y un “gran logro para hacer retroceder la contrarrevolución”.
Cuando estallaron nuevas huelgas y protestas contra las políticas antiobreras y proimperialistas de Morsi, los RS se reorientaron una vez más hacia los militares. Apoyaron a la Alianza Tamarod, respaldada y financiada por El Baradei, el multimillonario egipcio Naguib Sawiris y exfuncionarios del régimen de Mubarak, entre otros, y que pidió a los militares derrocar a Morsi. En un comunicado, publicado el 19 de mayo de 2013, los RS elogiaron a la Alianza Tamarod como “una forma de completar la revolución” y declaró su “intención de participar plenamente en esta campaña”.
La respuesta de los RS al golpe militar del 3 de julio confirmó plenamente su naturaleza contrarrevolucionaria. Celebraron el golpe como una “segunda revolución”, pidiendo a los manifestantes que “protejan su revolución”. Mientras los militares restauraban el aparato represivo del régimen de Mubarak, los RS difundieron una vez más el cuento de hadas de que el Gobierno militar podría ser presionado para obtener reformas democráticas y sociales. En su declaración del 11 de julio, pidieron que se presione al nuevo gobierno “para que tome medidas inmediatamente para lograr la justicia social en beneficio de los millones de egipcios pobres”.
Desde entonces, los RS se han preocupado principalmente por cubrir sus huellas. En su propio artículo sobre el aniversario de la revolución publicada en el periódico Socialist Worker del SWP, Hamalawy escribe sobre la conspiración contrarrevolucionaria: “Los militares en secreto se acercaron a la oposición secular (izquierdistas, nacionalistas árabes, liberales) y aseguraron su respaldo para un golpe de estado en julio de 2013. Lo que siguió fueron las mayores masacres en la historia moderna de Egipto, en medio de los vítores de los izquierdistas egipcios”.
Hamalawy oculta cuidadosamente el hecho de que entre estos “izquierdistas egipcios” que aplaudieron las masacres de Sisi estaban en su propia organización.
La lección crucial de la revolución egipcia es la necesidad de construir una dirección revolucionaria en la clase trabajadora antes de que estallen las luchas de masas. Solo así se podrá establecer la independencia política de la clase obrera de la burguesía y sus títeres pequeñoburgueses, y se podrá armar a las masas con un programa socialista y la perspectiva de una revolución permanente para derrocar al capitalismo.
El CICI y sus secciones se guían por la concepción que también guio al Partido Bolchevique y sus líderes Lenin y Trotsky antes de la Revolución de Octubre en Rusia. En la resolución adoptada en el Segundo Congreso Nacional de la PSI (EE.UU.) en 2012, un año después de la revolución egipcia, escribimos:
No basta con predecir la inevitabilidad de las luchas revolucionarias y luego esperar su desarrollo. Tal pasividad no tiene nada en común con el marxismo, que insiste en la unidad de la cognición guiada teóricamente y la práctica revolucionaria. Además, como demuestran con demasiada claridad las consecuencias de la caída de Mubarak, la victoria de la revolución socialista requiere la presencia de un partido revolucionario. El Partido Socialista por la Igualdad debe hacer todo lo posible para desarrollar, antes del estallido de las luchas de masas, una presencia política significativa dentro de la clase obrera, sobre todo entre sus elementos más avanzados.
En medio de un renovado resurgimiento de la lucha de clases en todo el mundo, este trabajo debe continuar ahora con más energía. Esta es la tarea del CICI, sus secciones y grupos simpatizantes.
(Artículo publicado originalmente en inglés el 25 de enero de 2021)