Según finaliza el 2023, el contraste entre la realidad objetiva de la pandemia de COVID-19 en marcha y la fantasía ilusoria promovida por los políticos capitalistas y la prensa corporativa nunca ha sido mayor.
Si observamos el panorama político y de los medios de comunicación en EE.UU. y en gran parte del mundo durante la época navideña, prácticamente no se menciona la pandemia en ninguna parte. La última vez que el presidente Joe Biden se refirió públicamente al COVID-19 fue en septiembre, cuando se burló de los requisitos de uso de mascarillas de la Casa Blanca y los CDC tras haber estado expuesto a su esposa infectada, Jill.
Después de dos años de intentos continuos de minimizar la variante ómicron y todas sus subvariantes, calificándolas de “leves”, la política no declarada hacia la pandemia es simplemente ignorarla.
Cabe notar que uno de los únicos artículos recientes frente a este muro de silencio ha sido una declaración del Consejo Editorial del Washington Post titulada “Afrontémoslo: la prohibición de los pasamontañas puede ayudar a combatir la delincuencia sin violar los derechos de nadie”.
Aunque finge preocupación por el aumento de la delincuencia relacionada con el uso de pasamontañas, el artículo deja claro que el objetivo subyacente es ilegalizar todo uso de máscaras en público, incluido el uso de mascarillas, que son una de las medidas de salud pública más importantes para prevenir la propagación del COVID-19. El editorial respalda la propuesta de la alcaldesa demócrata de Washington D.C., Muriel E. Bowser, de imponer una “prohibición de los pasamontañas y los tapabocas”.
El editorial señalaba que esta ciudad eliminó las restricciones sobre los tapabocas “en 2020 para fomentar el uso de mascarillas durante la pandemia de coronavirus”. Pero, concluye el comunicado, “las mascarillas pueden interpretarse como antisociales en el sentido más básico”.
Como ha ocurrido tantas veces en los últimos cuatro años, este artículo del Post señala lo que probablemente se convertirá pronto en la política oficial del Gobierno de Biden. La prohibición de las mascarillas es el siguiente paso lógico en la campaña de la clase dominante estadounidense para imponer su política de “COVID para siempre”, en la que toda la sociedad se ve sometida a interminables oleadas masivas de infección, debilitamiento y muerte. Como declaró sin rodeos Anthony Fauci en agosto, los ancianos y los vulnerables simplemente “se quedarán en el camino”.
Contrariamente al relato oficial de que “la pandemia ha terminado” y que la sociedad debe “aprender a vivir con el virus”, la verdad es que el COVID-19 sigue siendo una amenaza sustancial para la salud pública a la que hay que hacer frente. Esta realidad objetiva solo puede apreciarse ahora a través del trabajo de científicos independientes que siguen vigilando la transmisión del virus mediante el muestreo de aguas residuales, la evolución vírica, las estimaciones del exceso de mortalidad y las repercusiones del COVID persistente.
En los EE.UU., los datos de aguas residuales de Biobot Analytics muestran que en la actualidad la transmisión viral a nivel nacional se está acercando rápidamente al segundo nivel más alto hasta la fecha, solo por detrás de la ola inicial de la subvariante ómicron BA.1, hace exactamente dos años.
Según el modelo del Dr. Mike Hoerger, de la Universidad de Tulane, los niveles actuales de aguas residuales se traducen en aproximadamente 1,66 millones de estadounidenses infectados a diario por el SARS-CoV-2 y 11,4 millones de personas (1 de cada 29) actualmente infecciosas. Para el 10 de enero, habrá aproximadamente 2 millones de nuevos casos diarios en EE.UU., con casi 14 millones de personas infecciosas.
Un porcentaje aún mayor de la población está infectada actualmente en Inglaterra y Escocia, donde se estima que el 4,2 por ciento de la población se encontraba infectada en las dos semanas anteriores al 13 de diciembre, el equivalente a aproximadamente 2,55 millones de individuos o una de cada 24 personas.
Se han registrado picos de transmisión similares en los países bálticos y nórdicos, Alemania, Polonia, Singapur, Canadá y otros lugares.
Esta ola mundial de infecciones masivas está siendo alimentada por la subvariante ómicron JN.1, descendiente de la variante BA.2.86 (apodada “Pirola”) que es altamente mutada y domina en todo el mundo. La Organización Mundial de la Salud (OMS) la calificó como una “variante de interés” la semana pasada. En gran parte del mundo subdesarrollado no se dispone de datos sobre las aguas residuales, pero cabe suponer que la variante JN.1 está provocando picos similares de transmisión a escala internacional.
El seguimiento del exceso de mortalidad atribuible a la pandemia se ha vuelto cada vez más difícil, ya que muchos países han cambiado su línea de base para incluir 2020, sesgando así sus datos. Las estimaciones del exceso de mortalidad de The Economist, que durante mucho tiempo han sido las más fiables, no se han actualizado desde el 18 de noviembre. En ese momento, su total acumulado de es la asombrosa cifra de 27,4 millones de muertes, aproximadamente cuatro veces la cifra oficial de 7 millones.
En Estados Unidos, los CDC dejaron de informar sobre el exceso de mortalidad en septiembre. Uno de los únicos rastreadores actualizados que utiliza las cifras anteriores a la pandemia como referencia es el que dirige de forma independiente el experto en salud Greg Travis, cuyas cifras indican que el exceso de mortalidad sigue estando significativamente por encima de los niveles anteriores a la pandemia, en particular en los grupos de edad más jóvenes.
Miles de estudios científicos dejan claro que el COVID-19 es la causa subyacente de la inmensa mayoría de este exceso de mortalidad. Se ha demostrado que el virus persiste en una gran variedad de tejidos corporales, con capacidad para dañar prácticamente todos los órganos, lo que se manifiesta en más de 100 síntomas diferentes que a menudo son incapacitantes. La infección por COVID-19 aumenta el riesgo de infartos de miocardio, accidentes cerebrovasculares, enfermedades renales y diversos trastornos neurológicos, entre otros.
La propia OMS estima que una de cada 10 infecciones desemboca en COVID persistente y múltiples estudios han demostrado que este riesgo solo se agrava con las reinfecciones. Con cada nueva ola de contagios masivos, la inmensa crisis del COVID persistente no hace más que ampliar su alcance, ya que se cree que cientos de millones de personas lo padecen en todo el mundo.
Entre las repercusiones más alarmantes del COVID-19 se encuentran las que afectan al sistema cardiovascular, como pone de relieve un estudio publicado la semana pasada en iScience titulado “Predicciones de riesgo de una pandemia de insuficiencia cardiaca por infecciones persistentes de SARS-CoV-2, utilizando un modelo cardiaco tridimensional”.
El estudio creó el primer modelo in vitro de tejidos cardíacos afectados por el SARS-CoV-2 y descubrió que el virus “infecta el corazón de forma persistente y oportunista, provocando disfunciones cardíacas desencadenadas por estímulos perjudiciales como la isquemia”. Los autores concluyen que “se espera que aumente exponencialmente la población en riesgo de sufrir en el futuro insuficiencia cardiaca debido a las infecciones persistentes por SARS-CoV-2”.
Esto se hace eco de una advertencia similar realizada hace más de un año por la cardióloga Rae Duncan, quien declaró: “Me preocupa mucho que vayamos a tener un tsunami de complicaciones cardiovasculares, incluyendo ataques cardíacos y accidentes cerebrovasculares y demencia vascular en las próximas décadas”.
Nada de esta realidad científica se comunica a la población mundial, a quienes les mienten sistemáticamente aquellos en el poder. A lo largo de la pandemia, la ciencia ha sido continuamente distorsionada y retenida como rehén por una alianza nefasta entre los Gobiernos, las corporaciones, los medios de comunicación y los sindicatos, todos los cuales confabulan para imponer la política del “COVID para siempre”.
En el transcurso de los dos últimos años, tras la evolución en noviembre de 2021 de la variante ómicron, que es altamente infecciosa e inmunoevasiva, se ha producido una evisceración total de toda la respuesta de la salud pública a la pandemia. De manera deliberada, la recopilación de datos y los informes sobre las pruebas de COVID-19, las hospitalizaciones e incluso las muertes se han vuelto totalmente inexactos.
El año 2023 fue testigo de la culminación de este proceso cuando la OMS y la administración Biden pusieron fin a sus declaraciones de emergencia de salud pública por COVID-19 en mayo. Esto se combinó con la privatización completa de las tareas gubernamentales de pruebas, vacunación y tratamiento de la población.
Como resultado de la finalización de la declaración de emergencia en EE.UU., al menos 13,4 millones de estadounidenses han sido dados de baja del seguro Medicaid, según la Kaiser Family Foundation (KFF). Las pruebas rápidas de antígenos son inasequibles para la mayoría de los estadounidenses, mientras que las pruebas más precisas de PCR son casi imposibles de acceder. Un número cada vez mayor de estadounidenses ha tenido que pagar más de 100 dólares por sus últimas dosis de refuerzo y, en octubre, Pfizer anunció su intención de cobrar casi 1.400 dólares por cada tratamiento de cinco días de Paxlovid, que puede salvar vidas, una vez que se agoten las reservas del Gobierno, probablemente el año que viene.
La política de las élites gobernantes de simplemente ignorar la pandemia y obligar a todo el mundo a valerse por sí mismo es insostenible y chocará inevitablemente con la realidad. El funcionamiento básico de la sociedad no puede soportar interminables embates de infecciones debilitantes masivas por COVID persistente.
La negativa de las élites gobernantes a abordar o incluso reconocer la pandemia es un signo evidente del callejón sin salida del sistema capitalista. Los últimos cuatro años de pandemia han acostumbrado a la clase dominante a las muertes masivas, condicionándola para llevar a cabo una barbarie más salvaje. Esto lo demuestra plenamente el genocidio en curso de los palestinos, que se está llevando a cabo con total crueldad y brutalidad, mientras el mundo entero lo observa en directo a través de las redes sociales.
El año 2024 será testigo de una profundización de la lucha mundial contra la guerra, la pandemia y el sistema capitalista. Cada vez hay más llamamientos a manifestarse en protestas masivas contra el genocidio en Gaza, en las que han participado millones de personas en todo el mundo en los últimos dos meses. En Estados Unidos, decenas de miles de personas han firmado una petición en la que se pide al Gobierno de Biden que garantice fondos para las investigaciones sobre el COVID persistente, una muestra de la intensa oposición que se está produciendo contra la pandemia.
Para que estas luchas contra la guerra y la pandemia tengan éxito, no se deben hacer llamado a los políticos capitalistas para que cambien de rumbo, especialmente al “genocida Joe” Biden, que es responsable de la muerte de más de 700.000 estadounidenses por COVID-19 y que ha prometido un apoyo incondicional a Israel.
En cambio, es necesario orientarse a la clase obrera internacional como la única fuerza social capaz de poner fin a la guerra y la pandemia, y reconstruir la sociedad en interés de la inmensa mayoría. La tarea esencial es construir una dirección revolucionaria que combine las crecientes luchas de los trabajadores y los jóvenes de todo el mundo en una lucha consciente por el socialismo mundial. Esa dirección es el movimiento trotskista mundial, el Comité Internacional de la Cuarta Internacional (CICI) y sus Partidos Socialistas por la Igualdad afiliados.
(Artículo publicado originalmente en inglés el 28 de diciembre de 2023)