El martes 2 de octubre fue el 50 aniversario de la masacre a manos del ejército mexicano de estudiantes que protestaban en la Plaza de las Tres Culturas en la localidad de Tlatelolco en la Ciudad de México.
Decenas de miles de estudiantes universitarios, docentes y parientes de los “desaparecidos” marcharon de Tlatelolco a la Plaza de la Constitución o Zócalo en el centro de la Ciudad de México, acompañados por miles más en al menos 13 estados para “conmemorar” la masacre, para que ese brutal día y la memoria de los que fueron asesinados o desaparecidos no se olvide.
El 26 de julio de 1968, una marcha al Zócalo dio inicio a un movimiento de huelgas estudiantiles, ocupaciones y manifestaciones a nivel nacional. Hasta medio millón de personas participarían en una manifestación en agosto en el mismo sitio.
El movimiento estudiantil, parte de una radicalización global de capas de estudiantes, jóvenes y trabajadores, fue inspirado por los importantes eventos políticos ese año, como la “Primavera de Praga” en Checoslovaquia, donde los trabajadores se alzaron contra el régimen estalinista, y la huelga general de 10 millones de trabajadores en mayo-junio de 1968 que trajo a Francia al borde de una revolución proletaria.
El Consejo Nacional de Huelga de los estudiantes incluía delegaciones de 70 universidades y preparatorias. Sus principales demandas incluían la autonomía de las universidades del país, la liberación de los prisioneros políticos y el fin de la represión y violencia policiales.
El 2 de octubre de 1968, unos diez mil estudiantes de clase trabajadora y clase media marcharon a la Plaza de las Tres Culturas, acompañados por empleados universitarios y trabajadores de los sindicatos disidentes, incluidos obreros ferroviarios. Algunos de los manifestantes llevaron a sus parejas e hijos.
Miles de soldados con tanques rodearon la plaza cuando los miembros del consejo de huelga pronunciaban discursos. A las seis de la tarde, una bengala verde y otra roja descendieron lentamente de un helicóptero militar. Cuando tocaron el suelo, francotiradores desplegados en los apartamentos que sobremiran la plaza abrieron fuego contra los oradores y manifestantes. Esa fue la señal para librar un asalto conjunto de los soldados y policías contra los manifestantes.
Las tropas del ejército bloquearon las salidas de la plaza y procedieron a acribillar a los participantes de la protesta. Los testigos describen como los estudiantes corrían de un lado a otro buscando escapar, pero solo para encontrarse con ráfagas de ametralladoras.
Al proceder la operación, los cuerpos fueron cargados en los camiones del ejército y llevados. Los cadáveres anónimos fueron lanzados esa misma noche de aviones militares sobre el golfo de México. En la madrugada del 3 de octubre, los residentes de los apartamentos frente a la plaza describen haber visto cientos de zapatos, charcos de sangre y cuerpos que todavía se estaban llevando.
A los heridos los arrastraron por el pelo y se deshicieron de ellos. Por horas, les prohibieron a las ambulancias socorrer a los manifestantes en agonía. El personal militar incluso invadió los hospitales buscando acabar con los que habían llegado hasta ahí. Muchos de los sobrevivientes sufrieron la “pena de baquetas”, corrieron entre filas de soldados que los golpeaban con la culata de sus rifles.
Más de 1.300 fueron arrestados. El paradero de muchos aún se desconoce. El Gobierno mexicano nunca ha reconocido a más de 30 muertos. En su momento las agencias de prensa internacionales daban un estimado diez veces mayor, o hasta 400 fallecidos.
El ejército mexicano nunca fue llamado a rendir cuentas de su salvaje represión porque la operación había sido aprobada por los niveles más altos del Estado mexicano —por el presidente Gustavo Díaz Ordaz del Partido Revolucionario Institucional (PRI)— y presidida por el secretario de Gobernación, Luis Echeverría, quien reemplazaría a Díaz Ordaz como mandatario.
Ambos habían planeado el ataque en colaboración estrecha con los niveles más altos del aparato de seguridad estadounidense. A pesar de su velo nacionalista y retórica de independencia del imperialismo yanqui, en 1968, Díaz Ordaz y Echeverría de hecho estaban actuando como los agentes de facto de la CIA, estando en contacto directo con su director en la Ciudad de México, Winston Scott.
La cúpula estatal de Estados Unidos seguía el desarrollo del movimiento estudiantil mexicano de 1968 de cerca y con considerable ansiedad. Temían que se desatara un movimiento de masas en el que consideraban su patrio trasero. Les entregaron provisiones de armas y municiones a la policía mexicana y a las unidades militares que atacaron a los manifestantes.
Los mexicanos les habían entregado información a los estadounidenses sobre supuestos cuadros trotskistas que habían organizado una “Brigada Olimpia” que buscaba armarse y provocar un levantamiento durante la protesta en Tlatelolco. Cables diplomáticos desclasificados muestran que el presidente Lyndon Johnson y su asesor de seguridad nacional, Walter Rostow, concluyeron que esta “brigada” fuertemente armada había disparado a las fuerzas de seguridad mexicanas el 2 de octubre de 1968, lo que a su vez había provocado la reacción sangrienta de las fuerzas mexicanas. Esta fue la versión oficial comunicada por el Gobierno mexicano y los mandos militares.
Pronto se demostró que era falso. El tiroteo inicial provino del “Batallón Olimpia”, una fuerza especial de soldados, quienes se habían colado en la manifestación vestidos de civil como una quinta columna, tanto para crear el pretexto de la intervención del ejército como para aterrorizar a los manifestantes. Los miembros del batallón se distinguían por utilizar guantes y pañuelos blancos para que las tropas no les dispararan.
Durante una investigación realizada por el Congreso mexicano en 1997, Echeverría admitió que los estudiantes no estaban armados y que la operación había sido meticulosamente planificada con antelación. En preparación, el ejército ya había tomado control del Instituto Politécnico Nacional y la Universidad Nacional Autónoma de México en el perímetro. Las cárceles cercanas habían sido vaciadas unos días antes del 2 de octubre para detener ahí a los arrestados.
Es ampliamente aceptado que Tlatelolco demostró la voluntad del Estado mexicano a recurrir a un nuevo nivel de violencia en contra de la oposición y el disentimiento social y político. La violencia sistemática ha continuado prácticamente sin tregua hasta el día de hoy.
Durante la Presidencia de Echeverría (1970-76), el Estado mexicano emprendió una “Guerra sucia” contra estudiantes, trabajadores e intelectuales de izquierda.
El día de Corpus Christi en junio de 1971, los llamados Halcones, una unidad especial de choque del ejército, entrenada por la CIA y compuesta por veteranos del Batallón Olimpia y matones estudiantiles de derecha conocidos como porros, masacraron a al menos 120 estudiantes que marchaban en apoyo de la autonomía universitaria, mayores fondos educativos y libertades políticas para los estudiantes, trabajadores y campesinos.
El presidente Echeverría solicitó una investigación, pero en cambio encubrió la que había sido su propia operación. Mientras tanto, Echeverría se presentaba como un “populista de izquierda” que apoyaba el “tercermundismo”. Buscó liderar el bloque de los llamados países no alineadas y mantener buenas relaciones con la Cuba de Fidel Castro y el Chile de Salvador Allende.
De 1968 a 1974, el ejército mexicano, bajo órdenes de Echeverría, también emprendió una política de tierra quemada para suprimir las rebeliones campesinas en las sierras del sur del estado de Guerrero, incluyendo una famosamente liderada por el maestro de Ayotzinapa, Lucio Cabañas.
En enero de 1994, cuando tomó efecto el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, el cual anulaba el artículo de la Constitución mexicana que prohibía la venta o privatización de las tierras comunales, una insurgencia armada se desató en el estado sureño de Chiapas, encabezada por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional y que demandaban derechos sociales, culturales y territoriales para la población indígena. A pesar de que el levantamiento no representó ninguna amenaza mayor para la estabilidad política de México, el Gobierno estaba determinado a eliminar a los zapatistas para demostrarle al capital internacional su control sobre el territorio nacional y sus políticas de seguridad. El ejército mexicano fue enviado a aplastar el levantamiento.
Vicente Fox del conservador Partido Acción Nacional (PAN), quien encabezó el primer Gobierno (2000-2006) que no era del PRI desde la Revolución Mexicana, estableció con mucha porra la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado para investigar estas masacres y operaciones militares. Sin embargo, esta oficina entregó un solo caso a un juez durante sus seis años de existencia, presentando cargos de genocidio contra Echeverría por su papel en las masacres de Tlatelolco y Corpus Christi. Echeverría fue sentenciado a dos años de “arresto domiciliario”, pero fue liberado en 2009.
De manera similar, el llamado de Fox a hacer públicos “80 millones de archivos” de departamentos federales sobre operaciones de seguridad contra movimientos sociales y políticos no llevó a nada. Los documentos sobre la masacre de Tlatelolco permanecen en gran parte escondidos debido a objeciones de seguridad nacional por parte del ejército. Dichos documentos detallarían el número de muertos y desaparecidos y la forma en que la masacre fue organizada, incluyendo el papel de la CIA estadounidense y el ejército en la operación.
Luego, el sucesor de Fox, Felipe Calderón (PAN), desplegó a las fuerzas armadas en las calles del país en nombre de combatir a los cárteles de drogas. Mucho más de $2 mil millones en asistencia estadounidense han ayudado a financiar estas operaciones militares.
Los estudios indican que esta guerra ha resultado en más de 150.000 muertos y 40.000 desaparecidos. El uso de ejecuciones sumarias, tortura y prisiones clandestinas por parte del ejército se ha convertido en algo habitual.
La violencia ha alcanzado o incluso sobrepasado los niveles vistos en Colombia, Guatemala, Argentina y Chile.
En 2006, Enrique Peña Nieto del PRI, cuando ejercía como gobernador del Estado de México, envió a cientos de policías estatales a desmontar un bloqueo de autopista que residentes del pueblo de Atenco realizaban en apoyo a los vendedores de flores. Dos manifestantes fueron asesinados y docenas de personas atacadas incluyendo una mujer que fue abusada sexualmente.
La Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca, en dicho estado al sur del país, fue violentamente reprimida ese mismo año por medio de escuadrones de la muerte, ejecuciones sumarias y tiroteos contra personas desarmadas, incluyendo médicos. Más de 27 personas murieron.
La violencia estatal y militar continuaron de manera infame bajo el Gobierno ahora saliente de Peña Nieto, quien asumió la Presidencia en 2012.
En junio de 2014, soldados del 102º Batallón de Infantería mataron a 22 personas en Tlatlaya, Estado de México. Los soldados afirman que dispararon en defensa propia cuando se enfrentaron a miembros locales de un cartel. Sin embargo, una investigación del Associated Press luego develó que en todos los casos menos uno fueron ejecuciones de jóvenes que ya se habían rendido.
El más nefasto incidente ocurrió en septiembre de 2014, cuando 43 normalistas que estudiaban en la Escuela Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa, estado de Guerrero, estaban protestando las políticas regresivas del Gobierno federal en educación y fueron desaparecidos en la ciudad de Iguala y probablemente asesinados. Una investigación independiente presidida por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos determinó que un batallón local del ejército había participado en las ejecuciones extrajudiciales de los normalistas y que la línea de mando que llegaba hasta el presidente Peña Nieto encubrió su participación. Hasta este día, el Gobierno federal ha bloqueado cualquier indagación sobre el papel del ejército.
En 2016, los maestros de un sindicato disidente y estudiantes que protestaban contra los ataques de Peña Nieto a la educación estaban bloqueando una carretera en Nochixtlán en el estado de Oaxaca y recibieron disparos de la policía federal sin haber realizado ninguna provocación. Al menos seis fallecieron y 108 quedaron heridos.
Ese año, el Congreso mexicano modificó la Constitución para darle al presidente el poder, con aprobación del cuerpo legislativo, de restringir o suspender libertades civiles “en casos de invasión, perturbaciones serias a la paz pública o cualquier otra cosa que coloque a la sociedad en un grave peligro de conflictos”, es decir, declarar efectivamente ley marcial.
En enero de 2017, más de diez mil policías fueron desplegados para aplastar las amplias protestas contra el aumento en los precios de los combustibles en lo que fue conocido como el gasolinazo. Fueron arrestadas hasta mil personas.
En un discurso en marzo de 2017, pronunciado frente a 32.000 efectivos del ejército y 86.000 miembros del personal militar que lo veían en línea, Peña Nieto defendió fervientemente al ejército mexicano en contra de las críticas por abusos a los derechos humanos. Reclamó que denigrar a las Fuerzas Armadas o su trabajo era “inadmisible e inaceptable”, prácticamente como una traición.
En diciembre de 2017, el Congreso aprobó la Ley de Seguridad Interior, que le otorga a las Fuerzas Armadas, la policía federal y los servicios de inteligencia jurisdicción sobre cuestiones civiles, pero sin revisión civil. La legislación permite a estas agencias estatales identificar “amenazas a la seguridad interior” para llevar a cabo operaciones de seguridad y recolectar información de instituciones civiles.
Se pueden llevar a cabo allanamientos y arrestos sin orden judicial. El Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN) de la Secretaría de Gobernación tiene la tarea de asignar un nivel de riesgo a la seguridad interior para calificar a un grupo o protesta social o política, por ejemplo, un riesgo de “ingobernabilidad por movimientos sociales”.
El Gobierno de Peña Nieto fue sorprendido en el acto de utilizar un programa llamado Pegasus para espiar a la prensa y críticos políticos. La Ley de Seguridad Interior también establece las bases legales para el espionaje masivo de la población mexicana. Los proveedores de los servicios de telecomunicaciones pueden ser obligados a entregar comunicaciones privadas, localizaciones geográficas en tiempo real o datos retenidos en los equipos de comunicación móvil, sin necesidad de una revisión judicial o rendición de cuentas.
Después de escuchar testimonios sobre la Ley de Seguridad Interior, la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos criticó fuertemente el alcance de acción concedido al ejército y las agencias de inteligencia, mientras que el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos advirtió que “sus normas puedan aplicarse de forma amplia y arbitraria”.
Empleando concepciones más tempranas de Marx y Engels, Lenin definió el Estado en su obra de 1917 El Estado y la revolución como “una organización de violencia para la supresión de una clase”. Lenin afirmó que la naturaleza fundamental del “orden” impuesto por el Estado involucraba la opresión de una clase por otra y la denegación sistemática de medios de lucha a la clase oprimida.
La definición de Lenin capta plenamente la naturaleza violenta del Estado burgués mexicano durante el último medio siglo, operando a instancias del capital mexicano e internacional, principalmente el estadounidense.
Este es un Estado capitalista que es incapaz de llevar justicia a trabajadores y jóvenes victimizados porque las necesidades de control social del Estado se oponen a las aspiraciones de igualdad y derechos democráticos de las masas.
Más allá, el uso generalizado de fuerza por parte del Estado mexicano y su empleo de medidas policiales-estatales solo han aumentado en escala y magnitud desde 1968. Esta es una expresión concentrada en México de la intensificación de la lucha de clases que surge de la crisis capitalista mundial, que incluye el recrudecimiento de las agresiones del imperialismo estadounidense y de la desigualdad.
Qué no quepan dudas de que el imperialismo estadounidense ejercería una presión inmensa sobre el Gobierno mexicano para detener cualquier alejamiento de estas políticas.
El miércoles de la semana pasada, marcando el cuarto aniversario de la desaparición de los 43 de Ayotzinapa, el presidente entrante de México, Andrés Manuel López Obrador del Movimiento Regeneración Nacional (Morena), prometió a las familias de las víctimas que instituiría una “comisión de la verdad” para llegar al fondo de la atrocidad.
Sin embargo, ante la pregunta de si investigaría a fondo el papel del ejército, Alejandro Encinas, designado por López Obrador como el próximo subsecretario de Gobernación para los Derechos Humanos y encargado de supervisar la comisión de la verdad, insistió en que su objetivo no es investigar a las fuerzas armadas.
El sábado pasado, López Obrador dio un discurso en Tlatelolco para marcar el 50º aniversario de la masacre. El presidente electo dijo: “En esta Plaza de las Tres Culturas, hacemos el compromiso de no utilizar nunca jamás el Ejército para reprimir al pueblo de México”.
Pero, abandonó inmediatamente su promesa de campaña de ordenar en primera instancia “acuartelar” a los soldados en las calles.
Los miembros del “Comité ’68” que organizaron la manifestación del martes en la Ciudad de México, llamaron a López Obrador a reactivar la Fiscalía Especial establecida bajo el presidente Fox. López Obrador respondió que, mientras que lo consideraría, “no queremos abrir fiscalías para todo”.
Más allá, López Obrador ha hecho pronunciamientos contradictorios sobre realizar investigaciones a fondo de las atrocidades estatales “sin impunidad” para los involucrados, mientras ofrece amnistía a sus perpetradores. Tales declaraciones dan señal de que, más pronto que tarde, el Gobierno de Morena buscará suprimir activamente una investigación sobre asesinatos estatales pasados o futuros, incluyendo el sangriento crimen estatal en Tlatelolco y su encubrimiento posterior.
Como lo manifestó Ricardo Raphael, director general del Centro Cultural Universitario de Tlatelolco (UNAM), el cual está digitalizando y haciendo públicos cientos de archivos del periodo de 1968, advirtió más temprano este año, “Quienes quieren la impunidad, tratan de destruir la memoria”.
Muchos en México, incluidos los veteranos del movimiento estudiantil de 1968 como el “Comité ’68”, han expresado grandes ilusiones en López Obrador, quien ha sido descrito por mucho tiempo como un “populista de izquierda”. Ha sido aplaudido por la pseudoizquierda como un socialdemócrata progresista que perseguirá una “cuarta revolución mexicana” e incluso ha sido apoyado “críticamente” por grupos políticos que se hacen llamar trotskistas.
Sin embargo, como lo demuestran sus rodeos sobre la investigación de atrocidades perpetradas por el Gobierno, López Obrador es un político completamente burgués que no desafiará de manera alguna la naturaleza ni las operaciones fundamentales del Estado mexicano.
En realidad, la clase gobernante mexicana y el capital internacional han hecho sus paces con su victoria precisamente porque lo ven como alguien más capaz de convencer a la clase obrera mexicana de que sus intereses fundamentales se pueden guarecer bajo reformas tibias en vez de una revolución socialista para tomar el poder en sus manos y derrocar el capitalismo.
(Publicado originalmente en inglés el 6 de octubre de 2018)