Esta semana se cumplieron cincuenta años de la publicación del informe de la Comisión Nacional Asesora sobre Desórdenes Civiles sobre la ola de “disturbios raciales” que recorrió Estados Unidos desde comienzos de los años 1960. Creada por el presidente Johnson en medio de la revuelta masiva de Detroit en 1967, la Comisión Kerner, llamada así por su presidente, Otto Kerner, gobernador demócrata de Illinois, tuvo la tarea de descubrir las causas de los disturbios y proponer soluciones.
El informe resultante, de 426 páginas, publicado el 29 de febrero de 1968, describió condiciones devastadoras en las ciudades. Descubrió que los disturbios no fueron el resultado de “agitadores externos”, como especuló Johnson. Emergieron, en cambio, por la falta de buenos trabajos, barrios superpoblados, viviendas precarias, oportunidades educacionales deficientes y, especialmente, hostigamiento y violencia policial, que a menudo habían desencadenado los disturbios.
Lo que más llama la atención del informe de la Comisión Kerner, desde el punto de vista de 2018, es su seriedad. Allí hubo una comisión, seleccionada por el presidente y compuesta por figuras políticas destacadas, junto con representantes del mundo corporativo, sindicatos y organizaciones de derechos civiles, que abordó un problema social importante y produjo un informe que, más allá de sus intenciones, representó una denuncia del orden existente. Unos 2 millones de estadounidenses adquirieron la versión de bolsillo de 600 páginas del estudio en su primer año. Nada de esto podría pasar hoy.
También es notable que las numerosas retrospectivas que aparecieron en los últimos días por el aniversario pasaron por alto las profundas reformas sociales que la comisión propuso para enfrentar “la crisis urbana”. El informe pidió un gasto social “en una escala equivalente a las dimensiones de los problemas”, incluyendo la creación inmediata de 2 millones de trabajos nuevos, de los cuales 1 millón serían financiados por gasto público directo; la preparación en cinco años de 6 millones de viviendas asequibles; expandir el sistema de bienestar, aumentando los beneficios y haciendo que más personas sean elegibles; la implementación de un “ingreso mínimo garantizado” para todos los estadounidenses; y la financiación de escuelas urbanas que produjeran una “igualdad de resultados” respecto a los distritos escolares más ricos.
Leer estos fragmentos del informe Kerner hace recordar una época de la historia política estadounidense tan ajena a la política oficial contemporánea que parece pertenecer a otro planeta. No ha habido una sola reforma social o política significativa en Estados Unidos desde los años 1960, cuando, bajo el impacto del movimiento de derechos civiles, el Gobierno de Johnson y el Congreso pusieron en marcha Medicare y Medicaid, la Ley de Derechos Civiles y la Ley de Derecho al Voto en poco más de dos años.
Al mismo tiempo, en una serie de decisiones, la Suprema Corte de EUA desmanteló las estructuras legales de segregación Jim Crow y emitió una serie de decisiones históricas sobre “un hombre, un voto” en elecciones estatales, contra el rezo obligatorio en las escuelas, impuso ciertas restricciones a la represión policial (regla Miranda) y garantizó el acceso a un abogado adecuado en juicios penales (Gideon vs. Wainwright).
Ese período llegaría a un cierre repentino y dramático aun cuando la Comisión Kerner estaba deliberando. Ninguna de sus propuestas de reforma social salió de la pizarra. No habría ni programas masivos de trabajo, viviendas ni escuelas en las ciudades. La promesa de Johnson de “armas y manteca” —que él podía ofrecer reformas sociales y aun así librar la sangrienta guerra imperialista en Vietnam—estaba terminando en un fracaso catastrófico, con una presión creciente sobre el dólar, que alcanzó un nivel de crisis en 1968. Tanto el Gobierno demócrata como sus oponentes republicanos en el Congreso rechazaron las recomendaciones de gasto de Kerner. Habría armas, sí, pero no manteca.
Todo eso se ha olvidado. Lo que se recuerda del informe Kerner, en cambio, son sus afirmaciones raciales, hechas en el resumen del informe. Estas son, todavía hoy, el evangelio de los liberales y radicales de la pseudoizquierda estadounidenses.
Primero, la comisión extrajo la famosa conclusión de que EUA “se mueve hacia dos sociedades, una negra, una blanca—separadas y desiguales—”. Segundo, sostuvo que “el racismo blanco es esencialmente responsable de la mezcla explosiva que se ha acumulado en nuestras ciudades”. Y, finalmente, el informe declaró que “la sociedad blanca está profundamente implicada en el gueto. Las instituciones blancas lo crearon, las instituciones blancas lo mantienen, y la sociedad blanca lo consiente”. En otras palabras, los comisionados concluyeron que los blancos en general, cualquiera que fuera su clase social y donde sea que vivieran, estaban implicados en las condiciones que originaron los numerosos “desórdenes civiles” estudiados en el informe.
La discriminación racial fue un factor poderoso y maligno en la sociedad estadounidense, tanto en el sur como en el norte. Pero la conclusión de la Comisión de que la “sociedad blanca” en su conjunto era responsable ocultaba el papel de fuerzas sociales realmente existentes, comenzando con el Partido Demócrata, que fue el ejecutor de la segregación en el sur y, operando a través de las “máquinas” de la ciudad, también en el norte, desde las décadas anteriores a la Guerra Civil.
El resumen de la Comisión Kerner afirmó que las “frustraciones por impotencia han llevado a la alienación y la hostilidad hacia las instituciones de las leyes y el Gobierno y la sociedad blanca que las controla”. Aunque vaga, la primera mitad de esta afirmación es cierta: los comisionados quisieron decir que la juventud urbana estaba enojada con las agencias de ley y orden del Estado, los policías, tribunales, cárceles, etc. Sin embargo, el aparato represivo del estado no era controlado por la “sociedad blanca”, sino por los políticos y sirvientes civiles de la clase capitalista. Igualmente, los bancos y prestamistas hipotecarios que impusieron una “línea roja” —la imposición de una segregación de facto en barrios afroamericanos— eran empresas capitalistas.
En síntesis, se usó la etiqueta “racismo blanco” para encubrir el funcionamiento depredador y violento del sistema de ganancias en las ciudades y absolver al capitalismo estadounidense de sus crímenes, incluyendo la Guerra de Vietnam, que no fue mencionada por el resumen del informe Kerner, a pesar de incorporar a muchos soldados, tanto blancos como negros, de las ciudades.
Lo más fascinante de las afirmaciones del informe sobre “racismo blanco” e “instituciones blancas” es que sólo aparecen en el resumen y no en el informe masivo, que sigue siendo una ilustración empíricamente valiosa de un mundo en el que los jóvenes afroamericanos, junto con jóvenes urbanos de otras razas, no podían encontrar trabajos adecuados, capacitación, educación y vivienda, mientras soportaban una inmensa represión policial. La conclusión racial no se extrajo de los datos; fue sobrepuesta.
La Comisión Kerner no pudo reconocer que estos problemas estaban enraizados en el recrudecimiento de la crisis del orden global de la posguerra, cuyas señales se estaban manifestando en la década de 1960. Los disturbios urbanos de mediados de los años 1960 que impulsaron la formación de la Comisión Kerner —incluyendo a Filadelfia y Rochester en 1964, Watts en 1965, Cleveland y Chicago en 1966, culminando en los levantamientos masivos de Newark y Detroit en 1967— resultaron ser precursores de una crisis revolucionaria que sacudió al sistema capitalista mundial hasta mediados de los años 1970.
Las ciudades estadounidenses, sobre todo sus grandes centros industriales, estuvieron entre las primeras en sentir la crisis. A principios de la década de 1960, los ejecutivos corporativos, actuando en complicidad con los sindicatos, respondieron a la caída de la tasa de ganancias en la industria básica —acero, autos, frigoríficos, textiles, maquinaria, etc.— desplazando la producción de las áreas de altos sueldos en las ciudades hacia áreas rurales y suburbanas, y desviando las ganancias de la inversión industrial hacia la especulación financiera, un proceso estimulado por los recortes sucesivos de impuestos corporativos y de altos ingresos de los Gobiernos de Kennedy y Johnson y por un dólar artificialmente fuerte, que seguía siendo el baluarte del sistema de cambio internacional, convertible en oro a la tasa de US$35 la onza.
El destape ocurrió en 1968. Cuando la Comisión Kerner publicaba su informe, la Ofensiva del Tet estaba en marcha en Vietnam, destruyendo las afirmaciones del Gobierno de Johnson de que la guerra acabaría pronto en victoria. El 12 de marzo, dos semanas después de la publicación del informe, el presidente, que cuatro años antes había ganado la elección más desigual de la historia reciente, casi perdió la primaria demócrata de New Hampshire con el senador Eugene McCarthy, que pidió el fin de la Guerra de Vietnam. Tres días después, el 15 de marzo, una corrida repentina del dólar hizo que Johnson ordenara al Gobierno británico cerrar el mercado de oro de Londres. El 16 de marzo, Robert Kennedy entró en la carrera por la candidatura presidencial demócrata contra Johnson —el mismo día, soldados estadounidenses asesinaron a 500 civiles en la aldea de My Lai en Vietnam. El 31 de marzo, Johnson anunció que no buscaría la reelección—.
El 4 de abril de 1968, poco más de un mes después de la publicación del informe Kerner, Martin Luther King, Jr., que era acosado por el FBI, fue asesinado de un tiro en Memphis, Tennessee, donde había ido en apoyo de una huelga de trabajadores de saneamiento. Inmediatamente después, estallaron disturbios en más de 100 ciudades. Decenas de personas fueron asesinadas y más de 15.000 fueron arrestadas. Se contabilizó el daño a la propiedad en miles de millones de dólares. Fueron los disturbios sociales más grandes en la historia estadounidense con excepción de la Guerra Civil.
Algo más que el prolongado boom de posguerra llegaba a su fin en esos días explosivos. Durante más de un siglo, la industria estadounidense creció casi ininterrumpidamente. Sus fábricas, aunque brutalmente explotadoras, proporcionaron una oferta de trabajos aparentemente interminable para los inmigrantes, que llegaron primero de las Islas Británicas y Europa Central, y luego del este de Asia, el Mediterráneo y Europa Oriental.
Hasta 1910, un 90 por ciento de los afroamericanos aún vivía en los estados sureños, donde trabajaban de forma abrumadora en tareas agrícolas mal pagas. Pero la Primera Guerra Mundial, seguida por las actas de Orígenes Nacionales de 1922 y 1924 —que fueron motivadas por temor a la influencia socialista “extranjera”— puso fin a la masiva inmigración europea. Fue reemplazada por la Gran Migración de negros y blancos pobres del sur.
En el medio siglo siguiente, la población afroamericana pasó de estar entre la demografía más rural y agrícola a ser, posiblemente, la más urbana y de clase obrera. Nuevas formas de organización y cultura florecieron en las ciudades, y con ellas una nueva militancia, influenciada por el socialismo y la Revolución Rusa.
De hecho, este gran cambio fue lo que preparó el camino para el fin de la segregación. No es accidental que el primer desarrollo potente del movimiento de derechos civiles haya ocurrido en Alabama, cuya región de industria siderúrgica y minería de carbón e hierro alrededor de Birmingham era la parte más industrializada del sur. También fue allí, en Alabama, que la influencia de la Revolución Rusa tuvo el mayor efecto en los trabajadores negros, muchos de los cuales, en la generación anterior de los años 1920 y 1930, se sintieron atraídos por el Partido Comunista.
En resumen, Estados Unidos no se convertía en “dos sociedades, una negra, una blanca —separadas y desiguales—”. Las barreras raciales que separan a la clase trabajadora, la negra de la blanca, creadas conscientemente por la clase dominante en generaciones previas para mantener la esclavitud racial y luego Jim Crow —implementadas en general a través del Partido Demócrata— estaban siendo derribadas por cambios objetivos poderosos y la fuerza del movimiento de los derechos civiles, en sí mismo un movimiento masivo de trabajadores negros apoyados por jóvenes de todas las razas. Esto precedió y alimentó la ola de huelgas de la clase trabajadora de 1969-1974.
Pero la clase dominante estadounidense aún no estaba lista para renunciar por completo a una herramienta que le había sido muy útil durante mucho tiempo. Sería necesario crear nuevas políticas raciales y una nueva ideología racial para impedir la unificación de la clase trabajadora.
Las políticas finalmente confluyeron en lo que se conoció como “acción afirmativa” o “capitalismo negro”, como Nixon prefería llamarlo —la promoción deliberada de una capa delgada de afroamericanos reclutados por la élite gobernante—. La ideología que surgió fue la política de identidad, el concepto de que grupos enteros de personas tienen intereses políticos comunes que no se derivan de su relación con los medios de producción, sino de su raza, género o sexualidad. El resumen del informe de la Comisión Kerner anticipó estas tendencias y sentó las bases para su implementación.
Si la Comisión Kerner estaba en lo correcto, y el problema fundamental eran las “instituciones blancas”, y no el capitalismo, esto se podía mitigar con la promoción de una capa de la clase media afroamericana en las instituciones capitalistas, dándoles una “participación en el sistema”. En consecuencia, la Comisión Kerner pidió la contratación de más policías y periodistas negros y estimuló la elección de más funcionarios negros.
Surgieron propuestas similares en otros lugares. El mismo día que Johnson pidió la formación de la Comisión Nacional Asesora sobre Desórdenes Civiles —con Detroit aún en llamas y ocupada por el ejército de EUA— altos ejecutivos corporativos, junto con prominentes líderes afroamericanos, se reunieron en Detroit y formaron el Comité por un nuevo Detroit. Financiado fuertemente por la Fundación Ford, buscó promover a nuevos líderes negros que fueran leales al capitalismo.
En 1967 varios afroamericanos se convirtieron en alcaldes de ciudades importantes: Carl Stokes en Cleveland, Walter Washington en Washington D.C., y Richard Hatcher en Gary, Indiana. En 1973 se les unió Coleman Young en Detroit, Ted Berry en Cincinnati, Maynard Jackson en Atlanta, y Tom Bradley como alcalde de Los Ángeles. Desde entonces, el fomento de una élite afroamericana ha sido una línea central de la política liberal, culminando en la elección de Barack Obama para la presidencia en el 2008. Esto se llevó a cabo con gran éxito —es decir, para el Partido Demócrata y la nueva élite negra—. Pero no ha hecho nada para mejorar las condiciones sociales en las grandes ciudades de Estados Unidos, que, por el contrario, se han deteriorado fuertemente desde los años 1960, a pesar de la proliferación de alcaldes y jefes de policía negros.
La nueva ideología racial señalada por la identificación del informe Kerner del “racismo blanco” y la “sociedad blanca” como culpables de los problemas que enfrentan los jóvenes negros de clase trabajadora, y su silencio sobre el funcionamiento del sistema de ganancias, la fuente de opresión racial, fue igual de perjudicial. En los años siguientes, el “racismo blanco” se ha convertido en una respuesta automática, en cada instancia posible, a los problemas sociales, para interpretarlos como propios de la raza. Entonces, por ejemplo, la cuestión de la violencia policial, que estuvo en el corazón de los levantamientos urbanos de los años 1960, es presentada hoy por grupos afines al Partido Demócrata, como Black Lives Matter, como un problema simplemente racial. Esto requiere pasar por alto el hecho de que el mayor número de las víctimas de asesinatos policiales son blancos, y hacer caso omiso de la conexión entre la violencia policial y la mayor desigualdad socioeconómica.
Estados Unidos, en efecto, se ha movido hacia “dos sociedades”, como advirtió la Comisión Kerner, pero no una “blanca” y una “negra”, términos que son cada vez más insignificantes a medida que se hacen comunes los matrimonios interraciales y el segmento de población de crecimiento más rápido entre los jóvenes es “interracial” u “otro”. La polarización fundamental es de clase, no de raza: entre una pequeña élite muy rica y la gran masa de gente trabajadora, entre la clase que posee y lucra y la clase que trabaja, produce todas las ganancias, pero carece cada vez más de los recursos para atender incluso sus necesidades básicas.
(Artículo publicado originalmente en inglés el 5 de marzo de 2018)