Desde la publicación de la obra maestra de Karl Marx, El capital, hace 150 años, los economistas burgueses han intentado refutar su teoría del trabajo-valor, la cual develó el funcionamiento interno de la economía capitalista.
Dicha teoría demuestra que la acumulación capitalista de la riqueza en forma de ganancias industriales, de los distintos mercados financieros o de la renta en manos de la clase capitalista, se deriva, en última instancia, del plusvalor extraído de la clase obrera por medio del sistema de salarios, el cual constituye la relación social fundamental del capitalismo.
En décadas recientes, las afirmaciones de que Marx había sido rebatido eran impulsadas por el surgimiento de la “nueva economía”, donde los avances tecnológicos producían riqueza y la aparente habilidad de generar dinero del dinero en los mercados financieros, sin la necesidad de alguna creación de valor por medio del trabajo.
De hecho, Marx explicó fenómenos como este en su análisis de lo que denominó “el fetichismo de la mercancía”, donde mostró que la apariencia de las formas creadas por la economía capitalista enmascaraba y mistificaba sus relaciones sociales subyacentes.
Como ha ocurrido frecuentemente, en el momento en el que la teoría de Marx fue declarada occisa y sepultada por milésima vez, es nuevamente confirmada por la misma economía capitalista.
Tal ocasión se produjo el viernes, con la venta masiva de acciones en Wall Street que redujo el índice bursátil Dow Jones 666 puntos, su mayor caída en dos años. Este evento siguió un aumento del 40 por ciento en el Dow Jones desde la elección de Donald Trump.
Esto fue suscitado por un aumento de las tasas de interés en el mercado de bonos, incluyendo la de los bonos de referencia de 10 años del Tesoro de EUA a 2,85 por ciento, su mayor nivel en cuatro años. El aumento en el rendimiento de dichos bonos provocó temores de que se finalice la inyección de dinero barato en los mercados financieros que había emprendido la Reserva Federal estadounidense y los otros principales bancos centrales después de la crisis financiera global del 2008, lo cual disparó los precios de las acciones a niveles récord.
El giro en los mercados de bonos fue a su vez una respuesta a las noticias de que los salarios en Estados Unidos aumentaron 2,9 por ciento durante el último año, el mayor aumento desde el 2009.
El repunte salarial fue relativamente pequeño; sin embargo, provocó una importante respuesta en los mercados financieros debido a temores de lo que esto significa: un resurgimiento de la lucha de clases, a medida que los trabajadores en EUA y alrededor del mundo comienzan a presionar contra el estancamiento de sus salarios y el declive en sus niveles de vida, que han sido la norma por décadas.
El rápido aumento el viernes en las tasas de interés de los bonos fue precedido por advertencias de que la prolongada racha alcista en los bonos —el alza en los precios junto con la caída en las tasas de interés (ambas se mueven inversamente)— estaba a punto de terminar. El origen mismo de esta racha hace casi cuatro décadas devela la relación subyacente entre los mercados financieros y la lucha de clases, junto con la importancia central de la extracción de plusvalor para el sistema capitalista en su conjunto.
El periodo de 1979-80, después de la derrota del levantamiento de la clase obrera internacional que se extendió de 1968 a 1975, marcó el comienzo de una contraofensiva de la clase capitalista global, comenzando en Estados Unidos y expandiéndose al mundo entero.
El Gobierno estadounidense del presidente demócrata, Jimmy Carter, nombró a Paul Volcker como presidente de la Reserva Federal en 1979, con la determinación de terminar la inflación por medio de un aumento en la tasa de interés. El momento de la designación fue significativo, ya que siguió la huelga nación del carbón de 1977-78, la cual sacudió a la Administración Carter.
La agenda económica y monetaria de Volcker estuvo motivada por consideraciones fundamentales de clase. Su objetivo era crear las condiciones financieras para la destrucción de una gran parte de la industria estadounidense, que había sido el epicentro de la militancia obrera durante las décadas posteriores.
Eran más que medidas monetarias y condujeron a la mayor recesión hasta entonces desde los años treinta. El Estado capitalista implementó su programa de guerra de clases por medio de una ofensiva iniciada bajo el Gobierno de Reagan con el rompimiento del paro de controladores aéreos de PATCO en 1981 y el despido de todos los 11.359 trabajadores en huelga.
El despido masivo por parte de Reagan y la colocación de los trabajadores de PATCO en una lista negra fue la señal para iniciar una ola de rompimientos de huelgas y de sindicatos que emprendieron las corporaciones y el Gobierno durante más de una década en las industrias automotriz, metalúrgica, minera, de transporte, frigoríficos, entre otras.
Como el mismo Volcker manifestó luego, las acciones del Gobierno de Reagan fueron “un factor importante” en “cambiar la dirección de la situación inflacionaria”. Aquí, Volcker se estaba refiriendo a la supresión de luchas militantes de los trabajadores en defensa de sus salarios, puestos de trabajo y condiciones de vida.
PATCO fue seguido por una ofensiva global de la clase gobernante, dentro de la cual el aplastamiento de la huelga minera de 1984-85 por parte del Gobierno de Thatcher en Reino Unido fue un componente central.
Esta ofensiva no habría sido posible sin la colaboración directa de las burocracias sindicales. En EUA, la central sindical AFL-CIO suplantó a los trabajadores de PATCO con rompehuelgas, mientras que, en Reino Unido, la TUC se rehusó a apoyar a los mineros, un patrón que se repetiría en cada lucha significativa de la clase obrera internacionalmente, asegurando la derrota de los trabajadores.
Como resultado de estas derrotas, se establecieron nuevas relaciones políticas. Los sindicatos dejaron de funcionar como defensores de incluso los intereses mínimos de la clase obrera. En cambio, se encargaron de imponer los dictados del capital, bajo la consigna nacionalista de garantizar la “competitividad internacional” de las corporaciones en sus respectivos países. Se convirtieron en una herramienta imprescindible para la extracción del plusvalor de la clase obrera, que constituye la base de la economía capitalista y el sistema financiero, como lo descubrió Marx.
El estrangulamiento de la lucha de clases con las tenazas del aparato sindical fue el factor clave del surgimiento de la financiarización a partir de los años ochenta y, a un ritmo mayor, en las décadas posteriores.
Como producto de la crisis financiera global del 2008, este proceso fue el prerrequisito para las operaciones financieras de los principales bancos por todo el mundo. Los subsidiaron los Gobiernos y bancos centrales, copando el sistema financiero con billones de dólares y, de esta manera, permitiendo una redistribución de riqueza sin precedentes históricos a manos de la oligarquía capitalista global. El principal mecanismo detrás de este saqueo de la economía mundial fue la expansión masiva de los mercados de acciones y bonos, un proceso que ha dependido del continuo declive en los salarios y condiciones sociales de la clase obrera.
Solo hay que plantear la siguiente pregunta: ¿habrían alcanzado los mercados bursátiles alturas récord, habrían ganado miles de millones, a veces del día a la mañana, si EUA y los otros países capitalistas encararan un resurgimiento de la lucha de clases?
Independientemente de la marcha futura de las bolsas de valores, los acontecimientos del viernes han arrojado luz sobre las relaciones económicas y entre clases esenciales. Las enormes fortunas acumuladas en las cimas financieras de la sociedad son, al final de cuentas, el resultado de una gran sustracción de la riqueza producida por el trabajo de la clase obrera internacional y acaparada en manos de unos pocos.
El nerviosismo que mostraron los mercados financieros, en sí el producto de un movimiento cada vez más grande de la clase obrera tanto en EUA como alrededor del mundo, fluye del temor de que los mecanismos empleados durante las últimas cuatro décadas para suprimir la lucha de clases estén fallando.
Esto además apunta a los desafíos políticos fundamentales para la clase obrera. La presión internacional de los trabajadores para aumentar sus salarios y poner fin a las miserables condiciones de explotación a las que están sujetos se enfrentará a una respuesta despiadada desde arriba, siendo éste un golpe directo a la base de la acumulación capitalista.
No puede haber algún “reajuste” en paz con las clases gobernantes capitalistas que simplemente incorpore las demandas de los trabajadores porque el sistema de lucro que presiden se tambalea sobre un conjunto de contradicciones —incluyendo, un inminente colapso de su castillo de naipes financiero, la intensificación de los conflictos comerciales y de divisas, la erosión de la confianza en la estabilidad del sistema monetario internacional— y, ni mencionar, el aumento en el peligro de una guerra mundial y una mayor inestabilidad política.
La lucha que afrontan los trabajadores no puede ser librada con base en la ilusoria meta que antes proclamaba el reformismo sindicalista: “Un salario justo por una jornada justa”. En cambio, tiene que estar dirigida al derrocamiento del sistema de lucro por medio del avance del programa socialista e internacionalista basado, en palabras de Marx, en “la expropiación de los expropiadores”.
(Artículo publicado originalmente en inglés el 5 de febrero de 2018)