Tras el horrendo bombardeo terrorista fuera de una escuela en Kabul, se incrementó de manera importante la campaña dentro de la élite gobernante estadounidense a grande favor de continuar la guerra homicida de dos guerras en Afganistán.
Un carro bomba enorme seguido por dos bombardeos se cobraron 85 vidas e hirieron a casi 200 otras personas en un vecindario pobre del oeste de Kabul, habitado predominantemente por los hazara, una población minoritaria chiita. La mayoría de las víctimas eran estudiantes niñas de entre 13 y 18 años.
Tanto el Washington Post como el Wall Street Journal publicaron editoriales el martes aprovechando esta atrocidad para atacar el anuncio del presidente estadounidense Joe Biden el mes pasado de que retirará todas las tropas estadounidenses de Afganistán antes del 11 de septiembre. La fecha elegida es el 20º aniversario de los atentados en Nueva York y Washington D.C. que se utilizaron como pretexto para la invasión estadounidense de Afganistán el 7 de octubre de 2001.
Bajo el título “El futuro terrorífico de Afganistán”, el editorial del Wall Street Journal declara: “La retirada estadounidense de Afganistán socava los intereses de seguridad estadounidenses, pero el desastre humanitario podría ser más inmediato. El atentado contra una escuela en Kabul el fin de semana probablemente ofrece una vista previa”. Concluye que, “si bien una presencia estadounidense no previene todos los atentados, irnos significa aceptar que habrá más de ellos”.
El Post, con un titular muy similar, “Una sombría vista previa”, editorializó: “El horrendo bombardeo de una escuela para niñas en Kabul el sábado fue un presagio sombrío de la catástrofe que podría sufrir Afganistán —y particularmente sus mujeres— con el retiro de EE.UU. y otras fuerzas internacionales”. Puso en cuestión el “por qué EE.UU. no deja simplemente una presencia relativamente pequeña en Afganistán, que en años recientes ha representado menos del 10 por ciento del Pentágono y se ha cobrado pocas bajas estadounidenses”.
En el contexto de las amargas divisiones dentro del aparato estadounidense en torno al retiro de Afganistán, el ataque con bomba asume un carácter particularmente sospechoso.
Mientras que el Gobierno títere de EE.UU. en Kabul junto a la prensa estadounidense intentan culpar a los talibanes por los asesinatos masivos, los talibanes condenaron el bombardeo y en general han intentado no provocar a Washington antes de su retiro prometido. Por ahora, nadie se ha atribuido el bombardeo.
Desde el punto de vista de quién se beneficia de estas muertes, hay amplias razones para plantear si elementos del aparato militar y de inteligencia estadounidense o de los círculos gobernantes afganos cuyas fortunas dependan directamente de la ocupación continua estadounidense estuvieron involucrados en el atentado. En términos del momento y su objetivo, el bombardeo fue diseñado para avanzar la narrativa fraudulenta promovida por los oponentes al retiro, de que, sin las tropas estadounidenses, “los avances de los últimos 20 años” y particularmente “los derechos de las mujeres y niñas” se extinguirán.
Esta propaganda cínica encaja la categoría de la “gran mentira”. Presenta la invasión y ocupación estadounidenses de Afganistán como algo más que una cruzada contra el terrorismo, sino también un esfuerzo intervencionista “humanitario” para promover la democracia y la igualdad de género.
Lo que oculta la gran mentira es que el trágico encuentro de Afganistán con el imperialismo estadounidense no comenzó en 2001, sino dos décadas antes, cuando la CIA colaboró con Arabia Saudita y Pakistán para reclutar combatientes islamistas de los países musulmanes y que libraran una guerra indirecta contra las fuerzas soviéticas que apoyaban el Gobierno secular en Kabul. Uno de los colaboradores de la CIA más prominentes fue Osama bin Laden, quien fundó Al Qaeda con la asistencia de la agencia. Los talibanes en sí fueron un producto del caos y la destrucción derivadas de la década de guerra que se cobró 2 millones de vidas afganas. Washington los respaldó inicialmente como la fuerza más capaz de restaurar orden en el país y con la cual el imperialismo estadounidense podía “hacer negocios” en torno a los oleoductos y otros intereses.
¿Cuáles son los supuestos “avances” de las dos décadas de bombardeos y masacres estadounidenses?
La estimación conservadora es que 175.000 afganos han perdido la vida, aunque el número real, incluyendo las muertes causadas indirectamente por la guerra, es probablemente más cercano al millón. Según el Índice de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas, Afganistán ocupa el puesto 169, por detrás de la mayoría de los países del África subsahariana. La inmensa mayoría de la población, tanto mujeres como hombres, vive en condiciones de pobreza y opresión extremas. Esto, después de que Washington haya gastado $143.000 millones en la “reconstrucción” de Afganistán, enriqueciendo a un estrecho estrato de políticos y caudillos corruptos.
Queda por verse si la Administración de Biden cumplirá su promesa de retirada del 11 de septiembre. Cabe recordar que Donald Trump anunció una retirada completa de Siria en 2019. Ante una tormenta de oposición del complejo militar y de inteligencia, dio marcha atrás, afirmando que dejaba las tropas solo para “mantener control del petróleo.” Si Biden se enfrenta a un nivel similar de rechazo, dirá, sin duda, que dejará las tropas solo para “salvar a las mujeres”.
Detrás de las divisiones sobre el retiro de Afganistán, no hay preocupaciones sobre el terrorismo ni, mucho menos, sobre los derechos de las mujeres. Lo que está en juego son los intereses geoestratégicos en un país que proporcionó al imperialismo estadounidense un puesto de avanzada en Asia central, una región rica en recursos energéticos, y una potencial plataforma de lanzamiento para guerras contra China, Irán o Rusia.
Un vistazo a las verdaderas razones de la intervención de Estados Unidos en Afganistán fue brindado en un discurso de 2018 del coronel retirado del ejército estadounidense Lawrence Wilkerson, quien fue jefe de personal del entonces secretario de Estado Colin Powell en el momento de la invasión estadounidense de octubre de 2001.
Wilkerson dijo que uno de los objetivos era desplegar “poder duro” a una distancia de ataque de la Iniciativa de la Franja y la Ruta de China, que atraviesa Asia central. Señalando la estrecha frontera de Afganistán con la provincia occidental china de Xinjiang, afirmó que proporcionaría a la CIA una base de operaciones “para fomentar el malestar” entre la población uigur, predominantemente musulmana, y “desestabilizar China”. Destacó la participación de miles de uigures en las fuerzas de Al Qaeda que han servido como tropas patrocinadas por la CIA en la guerra de cambio de régimen en Siria.
El Pentágono se está preparando para una retirada de Afganistán al tiempo en que busca nuevas bases que sirvan para los mismos fines. El veterano emisario estadounidense en Afganistán, Zalmay Khalilzad, ha sido enviado a las antiguas repúblicas soviéticas de Uzbekistán y Tayikistán, que limitan con Afganistán y ofrecen una proximidad similar a China, Irán y Rusia. Washington también está presionando a Pakistán para que proporcione una base aérea.
Los mandos militares hablan de mantener fuerzas “sobre el horizonte” que puedan continuar la guerra de Afganistán indefinidamente, con bombardeos, ataques con drones y operaciones terrestres según sea necesario. Mientras tanto, no está nada claro que todos los activos militares estadounidenses, por no hablar de la CIA, vayan a ser retirados de Afganistán. Mientras que oficialmente hay unos 3.300 miembros de las fuerzas armadas estadounidenses desplegados en el país, hay entre tres y cuatro veces ese número en términos de “contratistas” estadounidenses, incluidos los que participan directamente en las operaciones “antiterroristas”.
Mientras tanto, dado que ningún soldado ha presuntamente abandonado este país devastado por la guerra, el Pentágono ha desplegado bombarderos B-52, aviones de caza F-18 y un grupo de ataque con portaaviones en la región para cubrir supuestamente la retirada prevista.
Washington no tiene intención de poner fin a la guerra más larga de la historia de Estados Unidos; a lo sumo, solo planea continuarla por otros medios. Además, su estrategia en Afganistán está inextricablemente ligada a la estrategia de conflicto entre “grandes potencias” que se detalla en los documentos de seguridad nacional de EE.UU., es decir, los preparativos para una guerra mundial contra China y Rusia, que cuentan con armas nucleares.
La campaña de propaganda para justificar la continuación de la guerra en Afganistán en nombre de los “derechos humanos” y los “derechos de las mujeres” se refleja en las mentiras difundidas por Washington y sus aliados sobre el “genocidio” chino contra los uigures. El rebrote del imperialismo de los “derechos humanos” bajo el mandato de Biden está preparando el terreno para una conflagración mundial.
La única manera de poner fin a la guerra de 20 años en Afganistán y evitar el estallido de nuevas guerras aún más catastróficas es a través de la movilización de la clase obrera en Asia, Oriente Próximo y a nivel internacional, unificando sus crecientes luchas con las de los trabajadores de EE.UU., Europa y el resto del mundo en un movimiento socialista contra la guerra. Sin la intervención revolucionaria de la clase obrera, la amenaza de una tercera guerra mundial solo se intensificará.
(Publicado originalmente en inglés el 11 de mayo de 2021)