Ante un consenso científico universal de los orígenes naturales del COVID-19, el Gobierno de Biden y la prensa estadounidense insisten en la mentira de que la enfermedad fue liberada de un laboratorio chino.
No hay ni una pizca de verdad en esta afirmación. La refutación más reciente y condenatoria provino de los miembros de un equipo de la Organización Mundial de la Salud que están investigando los orígenes de la pandemia. Anunciaron que la OMS abandonaría cualquier investigación de un origen de la enfermedad creado por el hombre porque no existe ninguna evidencia para respaldarlo.
El profesor Liang Wannian, de la Universidad de Tsinghua, en su intervención en la conferencia de prensa de la OMS, aclaró que la teoría de que el “virus fue diseñado por humanos... ya fue refutada por toda la comunidad científica del mundo”.
En cuanto a la afirmación de que el virus se escapó de un laboratorio por accidente, Liang añadió que “en ninguno de los laboratorios de Wuhan existe el virus del SARS-CoV-2. Si no hay existencia alguna de este virus, no habrá forma de que este virus se vincule”.
El experto en seguridad alimentaria de la OMS, Peter Ben Embarek, añadió que “en ningún lugar se había investigado, identificado o conocido este virus en particular”.
Las categóricas conclusiones de los científicos de la OMS provocaron una furiosa respuesta de la Casa Blanca de Biden. “Tenemos una profunda preocupación por la forma en que se comunicaron las primeras conclusiones de la investigación sobre el COVID-19 y las preguntas sobre el proceso utilizado para llegar a ellas”, escribió la Casa Blanca en un comunicado el 13 de febrero.
Esto significó la aceptación abierta por parte del Gobierno de Biden de lo que se consideraba ampliamente como la más absurda y extravagante de las teorías de conspiración de Trump: que el COVID-19 era un virus “arma” liberado desde un laboratorio chino. Fue promovido por ideólogos de extrema derecha como el asesor comercial de la Casa Blanca, Peter Navarro, y el estratega en jefe, Stephen Bannon.
En mayo, cuando se le preguntó si el COVID-19 “se originó en ese laboratorio de Wuhan”, el entonces secretario de Estado Mike Pompeo dijo: “Hay enormes pruebas de que ahí es donde empezó esto.” En junio, Navarro declaró que el “Partido Comunista Chino... engendró el virus” y calificó la enfermedad de “virus arma”.
Aprovechando la declaración de la Casa Blanca de Biden criticando a la OMS, el Wall Street Journal, que ha servido como un medio de propaganda antivacunas, pasó a la ofensiva para atacar personalmente a los científicos de la delegación de la OMS, quejándose de que “el reciente viaje de la OMS terminó con un golpe de propaganda para Beijing”.
Arremetió particularmente contra el zoólogo de la OMS, Peter Daszak, uno de los miembros más francos del equipo. Recientemente condenó al New York Times por alegar falsamente que las autoridades chinas habían encubierto la situación y señaló correctamente que la teoría de la conspiración del “laboratorio de Wuhan” está siendo fuertemente promovida por el movimiento de extrema derecha Falun Gong y su publicación, Epoch Times .
¿Por qué, en medio de un consenso científico universal, el Gobierno y los medios de comunicación estadounidenses promueven esta absurda teoría de la conspiración?
En los últimos tiempos, EE.UU. ha hecho una campaña de propaganda tras otra en un intento de hacer que la población estadounidense odie a China y, por consiguiente, al pueblo chino. Antes de la teoría de la conspiración del laboratorio de Wuhan, estaba la afirmación de que China está llevando a cabo un “genocidio” contra su población musulmana. Antes era el Tíbet; y antes que eso, Taiwán.
Cuando el COVID-19 apareció por primera vez en China, las escenas de muerte y enfermedad masivas provocaron muestras de solidaridad en Estados Unidos y a nivel internacional. Los estadounidenses enviaron voluntariamente suministros a China. Las orquestas sinfónicas dedicaron conciertos a sus trabajadores médicos.
Este impulso humano de apoyar el sufrimiento ajeno en su momento de necesidad chocó con los objetivos del Gobierno estadounidense, que ve a China como el mayor obstáculo a su dominio del mundo.
De ahí surgió la gran mentira de la Administración de Trump: que el COVID-19 era el “virus chino”, provocado deliberadamente por el Partido Comunista Chino para atacar el mundo. Esta explosiva afirmación pretendía degradar la conciencia pública y deshumanizar a China como el “enemigo”.
Millones de personas votaron a Biden con la esperanza de que el nuevo presidente rechazara el racismo, la xenofobia y el militarismo de su predecesor. Estas esperanzas estaban equivocadas. Biden, al igual que Trump, habla en nombre de una oligarquía financiera estadounidense decidida a impedir cualquier desafío a su hegemonía mundial, por la que ha librado innumerables guerras y matado a millones de personas para asegurarla.
Tras décadas de guerras por el control de Oriente Próximo, Estados Unidos ha procedido a lo que la Administración de Trump denominó “conflicto de grandes potencias” y, en particular, a la preparación de una guerra con China.
“El truco más antiguo del propagandista es demonizar y deshumanizar al otro u otros odiados y hacer del enemigo un objeto sin rostro”, escribió un autor sobre el tema de las técnicas de propaganda. “Tras llevar esto a cabo, es más fácil herir al oponente”.
Una guerra entre Estados Unidos y China implicaría la muerte de millones de personas. Un baño de sangre a tal escala requiere años de preparación —de una mentira sobre otra— hasta que la población esté condicionada a odiar al “enemigo”.
Lo absurdo y la falsedad de la mentira carecen en última instancia de importancia. Lo que importa es que algunos, o incluso muchos, la creerán. La opinión pública se envenenará, y lo que en tiempos normales se llama asesinato en masa puede presentarse como defensa propia.
De este modo, la invasión de Irak por parte de Estados Unidos, precedida de una campaña de bombardeos de “shock y pavor”, se vendió a la opinión pública como autodefensa ante una amenaza inminente de armas nucleares. Esta técnica se ha repetido una y otra vez, en un país tras otro: Yugoslavia, Afganistán, Libia y Siria.
Pero cuanto mayor sea la guerra, mayor es la mentira necesaria para justificarla, y una guerra con China sería la mayor de todas. De ahí, la afirmación del Departamento de Estado de Estados Unidos de que “casi dos millones de personas han muerto” porque “el Partido Comunista Chino (PCC) ha impedido sistemáticamente una investigación transparente y exhaustiva del origen de la pandemia de COVID-19”.
El esfuerzo para envenenar a la opinión pública contra China está íntimamente ligado a distraer la atención de los fracasos internos. Más de 500.000 personas han muerto en Estados Unidos porque su Gobierno se negó a advertirle al público sobre la pandemia, saboteó las pruebas y luego reabrió prematuramente las empresas y las escuelas con el objetivo de impulsar el mercado de valores.
Por el contrario, China destinó recursos públicos a la prestación de asistencia sanitaria y mantuvo cerradas las escuelas y las empresas hasta que se pudo contener la pandemia. Por esa razón, en China han muerto tantas personas durante toda la pandemia como en un solo día en Estados Unidos.
La lógica de la campaña para demonizar a China la explica el columnista del Financial Times, Janan Ganesh, en una columna titulada “La mejor esperanza de Estados Unidos para mantenerse unido es China”. Ganesh concluye: “Sin un enemigo externo contra el cual arremeter, la nación se vuelve en contra de sí misma”, y añade que “solo un enemigo externo” puede poner fin a la “era de la discordia”.
Pero mientras Ganesh presenta la lucha por la “unidad nacional” en términos elogiosos, toda la historia de los siglos diecinueve y veinte muestra que la promoción de las guerras, especialmente contra los países históricamente oprimidos, siempre va acompañada de las formas más viciosas de racismo. El mito racista del “peligro amarillo” se utilizó para justificar el reparto y la subyugación de China a finales del siglo diecinueve.
Con Trump, la campaña contra China adoptó una forma abiertamente racista, con su invocación de la gripe “Kung flu” y el “virus chino”. Sin embargo, los aliados políticos de Biden también han empleado lenguaje e imágenes racistas. En 2019, el Washington Post promovió un informe de la Institución Hoover que se refiere a los chinos estadounidenses como “hijos e hijas del Emperador Amarillo”, dando a entender que “toda la diáspora china mundial” debe su lealtad a Beijing por motivos de raza.
¿Es sorprendente que, con este tipo de mugre que fluye de ambos partidos, el racismo antiasitico esté en aumento? Solo en la ciudad de Nueva York se ha producido un aumento del 867% de las víctimas de delitos de odio contra los asiáticos en comparación con el año anterior. Desde 2006, las opiniones negativas sobre China se han duplicado con creces en la población estadounidense, según el Pew Research Center.
La “unidad nacional” que busca Ganesh iría acompañada de una asquerosa campaña de racismo en un país cuya historia está marcada por la discriminación, los prejuicios y la opresión contra los asiáticos, incluido el internamiento de los japoneses estadounidenses en la Segunda Guerra Mundial.
También el capitalismo alemán quería un enemigo que unificara al “Volk”. Bajo los nazis, encontró precisamente ese enemigo en los judíos, con horrendas consecuencias no solo para los seis millones de judíos que perecieron en el Holocausto, sino también para la clase trabajadora de Alemania y de toda Europa.
Las lecciones del pasado no pueden olvidarse. Las mayores catástrofes de la historia de la humanidad se prepararon con la xenofobia y la demonización de las nacionalidades y grupos étnicos.
Este tipo de demonización es el último refugio de las clases dominantes desesperadas y ya condenadas por la historia. El capitalismo estadounidense debe responder por sus crímenes. ¡Los responsables de la muerte de medio millón de personas en EE.UU. no son los trabajadores de China sino los capitalistas estadounidenses!
(Artículo publicado originalmente en inglés el 16 de febrero de 2021)