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La economía política del militarismo estadounidense

Primera Parte

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Abajo publicamos la primera parte del informe de apertura de la conferencia de la World Socialist Web Site y el Partido Socialista por la Igualdad (PSI). La conferencia, “Lecciones políticas de la guerra contra Irak: como la clase obrera internacional puede avanzar”, tuvo lugar en Sydney, Australia, del 5 al 6 de julio del presente. Nick Beams, miembro del comité de redacción de la WSWS y secretario nacional del PSI en Australia, presentó el informe.

Hace sólo tres meses que Los Estados Unidos conquistó a Bagdad, pero ya es evidente que el mundo ha entrado en una etapa nueva. Cada vez queda más claro que la invasión de Irak fue sólo una fase, o un aspecto, de una estrategia de mayor alcance: la campaña de las clases gobernantes de los Estados Unidos, por medio del gobierno de Bush, para emprender la completa reorganización de la política mundial.

La conquista de Irak forma parte de una estrategia cuyo objetivo es la hegemonía mundial. Ahora presenciamos lo que Trotsky una vez llamó la “verídica explosión volcánica del imperialismo estadounidense”. El propósito de esta conferencia es descubrir las fuerzas subterráneas que le dan ímpetu a este fenómeno, el cual ha abierto una nueva etapa verídica de la historia mundial. Con este análisis esperamos desarrollar una estrategia y una perspectiva para la clase obrera internacional.

Repasaré las fuerzas económicas fundamentales más tarde en este informe, pero al principio podemos comprendersu influencia, aunque no del todo, si examinamos los efectos y el alcance de las mentiras sobre las cuales la masacre contra Irak se basó.

No es posible detallar todas las falsedades del gobierno de Bush, reiteradas y ornamentadas por sus aliados por todo el globo terráqueo, principalmente por el gobierno de Blair en Gran Bretaña y el gobierno de Howard en este país. Pero hasta el más breve repaso ha de establecer que nada parecido se había visto desde el régimen establecido por Hitler.

Durante la mayor parte de los últimos 13 años, Los Estados Unidos ha llevado a cabo acciones militares contra Irak. La última etapa comenzó inmediatamente después de los ataques del 11 de septiembre, cuando miembros claves del gobierno, en particular el ministro de defensa, Donald Rumsfeld, y su suplente, Paul Wolfowitz, dejaron bien claro que la situación había madurado para lo que ya se había decidido tiempo atrás: la invasión militar total de Irak.

Sin embargo, hubo un pequeño retraso; Afganistán se convirtió en el primer blanco. Pero fue en el verano de 2002 que se llegó a la conclusión que Irak tenía que ser atacado y se comenzaron las preparaciones para la agresión. Se tomó la decisión que no era posible organizar una invasión como la de Afganistán—es decir, con el poder aéreo y los grupos combatientes en el campo bajo el mando de ejércitos especiales. La invasión tendría que depender de tropas, las cuales llevarían meses preparar.

Por otra parte, a medida que las tropas iban aumentando, el plan político comenzó con una campaña contra las armas para la destrucción de las masas bajo posesión de Irak. Éste consistía de tres elementos: el régimen iraquí guardaba armas químicas y biológicas que posiblemente podría usar en la región o aún contra Estados Unidos mismo; Irak poseía armas nucleares, o por lo menos un programa avanzado para producir y lanzarlas; e Irak colaboraba con grupos terroristas internacionales, sobretodo Al Qaida, y ya estaba a punto de entregarles las armas para la destrucción en masa.

El 7 de octubre, Bush trataba de lograr que el Congreso le diera la autoridad para declarar guerra y pronunció un importante discurso en el cual presentaba la causa pro bélica. Sostuvo que Irak había tratado de comprar tubos de aluminio fortalecido, necesarios para el proceso del enriquecimiento del uranio. [Según Bush] esto era evidencia que Irak estaba “reorganizando su programa de armas nucleares”.

Pero eso no era todo. “También nuestro espionaje ha descubierto que Irak goza de una flotilla de transporte aéreo, con pilotos y por medio de control remoto, que podría usar para dispersar armas biológicas y químicas en una amplia región. Nos inquieta que Irak busca la manera de usar este transporte aéreo para misiones cuyo blanco es Estados Unidos”.

Todos los análisis de los “tubos de aluminio” mostraron que no podían utilizarse en centrífugos de gas. Fue la conclusión a la cual llegaron los expertos del Ministerio de Relaciones Exteriores y el Ministerio de la Energía, así como también la Agencia Internacional sobre la Energía Atómica [IAEA: siglas en inglés].

En cuanto a las armas biológicas y químicas, la Agencia del Espionaje para la Defensa presentó un informe en septiembre, 2002: “Gran parte de las substancias bélicas, precursores, municiones y equipos para la producción fueron destruidos entre 1991 y 1998...No hay ninguna información confiable en cuanto a que Irak actualmente produce y acumula armas químicas o donde Irak tiene—o establecerá—las instalaciones para producir agentes químicos para la guerra”.

Pero de todas las mentiras, la más significativa fue la compra de uranio de la república africana de Níger. Para fines de 2002, la historia de los “tubos de aluminio” comenzaba a perder auge. Era necesario concadenar algo de mayor peso.

En consecuencia, Bush declaró en su discurso sobre el estado de la nación, pronunciado el 28 de enero de este año: “El gobierno británico ha recibido información que Saddam Hussein recientemente trató de conseguir cantidades significantes de uranio en África...Las explicaciones que Saddam Hussein ha dado sobre estas actividades no tienen ninguna credibilidad. Es obvio que esconde mucho”.

Pero la verdad es que Saddam no tenía nada que explicar y el gobierno de Bush bien lo sabía. Un año anterior, en enero del 2002, las oficinas del vicepresidente Cheney había recibido documentos que supuestamente mostraban que la compra de uranio a Níger había ocurrido. Cheney ordenó una investigación, la cual se llevó a cabo por medio de un dipomático que había funcionado como embajador a tres países africanos. En febrero, 2002, el diplomático le informó al Ministerio de Relaciones Exteriores y a la CIA que los documentos eran falsificados. El informe se le presentó al vice presidente. El 30 de junio, la revista New Republic publicó un artículo en el que el ex embajador declara: “Ellos muy bien sabían que lo de Níger era una mentira más que obvia. Debido a que habían sido poco persuasivos en cuanto al cuento de los tubos de aluminio, se valieron de esto para que su causa pareciera más convincente”.

Cuando la IAEA por fin obtuvo los documentos, luego de Powell pronunciar su discurso del 5 de febrero al Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas [ONU], rápidamente determina que son falsificados. Pero eso no tenía ninguna importancia. El 16 de marzo, Cheney atacó a la IAEA y declaró en “Meet the Press” [programa nacional de televisión]: "Creemos que es un hecho que [Saddam] ha reorganizado su programa nuclear”.

No hay duda que el régimen de Bush y sus compinches han fomentado la campaña de la “gran mentira” formulada por [el dirigente nazi] Goebbels.

Pero al analizar el significado de esta campaña debemos recordar que, al enfrentarnos a las mentiras concatenadas por el estado, nos vemos ante un fenómeno político, no una cuestión ética o moral.

El uso de la mentira surge de la misma índole del estado. El estado capitalista se presenta a sí mismo como la encarnación de los intereses de la sociedad en general. Pero en una sociedad dividida en clases, cuyos intereses son irreconciliables, esto es una ficción. Pero es una ficción que puede mantenerse hasta cierto punto razonable cuando la clase gobernante es capaz de promulgar una política de pactos y reformas sociales.

El hecho que la mentira ahora se ha convertido en elemento íntegro del modus operandi del estado significa que los intereses de la clase gobernante—y la política necesaria para cumplirlos—han entrado en conflicto directo con los intereses y las necesidades de las masas de la población.

Si el régimen de Bush dijera la verdad acerca de sus acciones, ¿qué diría? Que el programa de los Estados Unidos tiene como objetivo el dominio económico y militar del mundo; que todos los métodos, inclusive los militares, serán usados contra todo el que trate de bloquear sus objetivos; y que el propósito de la “guerra contra el terror” no es vencer los peligros que amenazan inminentemente al pueblo de los Estados Unidos, sino crear la situación en el interior del país y a nivel internacional en la cual poner en marcha este plan.

La estrategia del gobierno de Bush en cuanto a la Estrategia para la Seguridad Nacional

Pero estos temas no se pueden debatirse abiertamente ante el público general, donde la mentira reina suprema. Pero sí se debaten y se modifican entre las clases gobernantes. Y es por ello que, en los documentos oficiales y las publicaciones de ciertas organizaciones intelectuales, no topamos con comentarios extraordinariamente francos acerca de la estrategia de los Estados Unidos.

La estrategia para la Seguridad nacional, piedra angular de las perspectivas de la política extranjera del gobierno de Bush, publicada en septiembre del año pasado, deja claro que las materias primas del mundo han de ser subordinadas a los intereses económicos de los Estados Unidos y que el poderío militar será desplegado para establecer y mantener lo que a fin de cuentas es un imperio mundial.

Las grandes luchas del Siglo XX , comienza el documento, han terminado con la victoria de la libertad y establecido el único modelo que puede garantizar el éxito: “libertad, la democracia y la empresa libre”. Y de acuerdo el régimen de Bush se ha comprometido a esperanzar “a todos los rincones del mundo el desarrollo de la democracia, el desarrollo, los mercados y el comercio libres”.

El objetivo de la hegemonía mundial se descubre en la primera página: “La estrategia para la seguridad nacional de los Estados Unidos se basará claramente en el internacionalismo estadounidense que refleja la unión de nuestros valores y nuestros intereses nacionales”.

No obstante, este proyecto no ha de emprenderse solamente para beneficio material de los intereses estadounidenses. Es para bien de todo el mundo porque da la casualidad que el programa del ‘mercado libre” de los Estados Unidos es el único “modelo sostenible” para el desarrollo mundial. ¡Qué coincidencia tan feliz!

Pero ya hemos visto a estas felices consecuencias anteriormente. El “imperio del comercio libre” sobre el cual Gran Bretaña organizara su dominio mundial durante el Siglo XIX se vinculaba a su gran "misión civilizadora”. Ahora hemos de gozar un imperio de “libertad” en que el “mercado libre” se define como base de la moral misma.

En las palabras de la Estrategia para la Seguridad Nacional: “El concepto del ‘mercado libre' surgió como principio moral mucho antes de convertirse en sostén principal de la economía. Si uno fabrica cosas que otros valorizan, uno debería tener la oportunidad de vendérselas. Si otros fabrican cosas que uno valoriza, uno debería tener la oportunidad de comprarlas. Esta es la libertad verdadera: la libertad que toda persona—o nación—tiene para ganarse la vida”. [pág. 8]

Dudo que la “libertad” alguna vez se haya definido tan explícitamente como “la libertad para hacer dinero” y que semejante definición haya formado la base de la moral. Por supuesto, cuando el documento se refiere a personas que compran y venden hemos de recordar que estos individuos no son los que el filósofo John Locke tenía en mente hacia fines del Siglo XVII. Más bien son enormes “personas jurídicas”: empresas internacionales que exigen riquezas y recursos naturales que exceden el alcance no sólo de individuos, sino de países enteros.

Pero los “mercados libres” y el “comercio libre” que el documento insiste son las “prioridades claves de nuestra seguridad nacional” por sí mismos no garantizan la eminencia de los Estados Unidos. ¿Qué ha de hacerse con los rivales potenciales?

Sobre este punto el documento es bastante explícito. Estados Unidos ha de sostenerse por medio de su abrumante poderío militar.

“Es hora que reafirmemos el papel esencial del poder militar de los Estados Unidos. Debemos intensificar y mantener nuestras defensas más allá de cualquier desafío” (pág. 29). Es decir, los otros poderes capitalistas principales ni siquiera deberían contemplar, en todo momento futuro, el balance del poder. “Nuestras fuerzas serán lo suficientemente potentes para disuadir a todo adversario potencial que trate de aumentar sus fuerzas militares con las esperanzas de sobrepasar, o igualar, el poder de los Estados Unidos” (pág. 30).

En el Pentágono una década anterior, durante el gobierno de Bush Padre, Paul Wolfowitz y el ministro de defensa, Dick Cheney, habían preparado un documento—Guía para la Planificación de la Defensa (DPG: siglas en inglés)—que abogaba por la misma doctrina. Cuando los detalles fueron revelados subrepticiamente, se armó tremendo escándalo; el documento tuvo que ser retirado y escrito de nuevo. Había dos objeciones: el DPG dejaba demasiado obvio que Estados Unidos estaba listo para romper las alianzas que se habían establecido después de la Segunda Guerra Mundial; e iba a seguir una política de dominio mundial.

El documento fue retirado, pero la perspectiva que lo guiaba no. Esta siguió rodando clandestinamente durante casi una década. Era una estrategia conocida por todos pero cuyo nombre nadie se atrevía a mencionar, por lo menos hasta el ataque terrorista contra el World Trade Center.

“Los acontecimientos del 11 de septiembre, 2001”, declara la Guía para la Planificación de la Defensa, “cambió fundamentalmente el contexto de las relaciones entre los Estados Unidos y las otras potencias principales del mundo. Abrió nuevas y vastas oportunidades” (pág. 28).

Uno lee este documento y se queda perplejo. En primer lugar, ¿cómo es que los ataques del 11 de septiembre cambian “el contexto de las relaciones” entre los Estados Unidos y otras potencias principales? Después de todo, esas mismas potencias se habían declarado en solidaridad total con los Estados Unidos. Hasta aludieron a cláusulas del pacto de la OTAN que hasta ese entonces nunca se habían usado. El significado del documento era que ahora era posible abogar por el unilateralismo que había sido piedra angular de la estrategia de la DPG de 1992.

En segundo lugar, ¿cuáles eran esas “vastas oportunidades” que habían abierto? ¿De qué manera habían sido los ataques beneficiosos? Ah, habían sido decisivos de la siguiente manera: brindaron la oportunidad para que las clases gobernantes de los Estados Unidos prosiguieran con sus planes de dominio mundial bajo la consigna de la “guerra contra el terrorismo” y tomaran medidas para suprimir todo el que se opusiera a este programa en el interior del país.

Para que nadie crea que mi presentación se basa en el prejuicio y que quizás esté exagerando el caso, permítanme examinar brevemente un informativo análisis de la doctrina de Bush y los temas relacionados con la política extranjera que los Estados Unidos debe enfrentar. Este análisis proviene de uno de los partidarios de Bush más reaccionarios, el Instituto Empresarial de los Estados Unidos.

En un artículo publicado el 31 de julio, 2003, Thomas Donnelly, eminente cabecilla de esa organización, escribió lo siguiente: “...la doctrina Bush representa el retorno a los principios iniciales de la estrategia para la seguridad de los Estados Unidos. La doctrina Bush también simboliza las realidades de la política internacional después de la Guerra Fría: que sólo existe una super potencia. Además, el conjunto de estos dos factores—los principios políticos universales de los Estados Unidos y su poder e influencia mundial sin precedente—hacen que la doctrina Bush en su totalidad sea mayor que cada uno de los diferentes elementos que la componen. Lo más probable es que durante las décadas venideras forme la base para la estrategia de la seguridad de los Estados Unidos” (Thomas Donnelly, Las bases de la estrategia de Bush).

Donnelly entonces detalla las insinuaciones: “Lo más probable es que la expansión del parámetro estadounidense continúe y aún acelere”. Luego de comenzar las reformas de la política en el Oriente Medio, sería “difícil y peligroso parar con medidas a medias” (Ibid).

Esta doctrina, insiste Donnelly, no es una aberración. Más bien. “los estadounidenses siempre han mostrado una actitud muy abierta hacia su seguridad y que están más que dispuestos a desplegar su poderío militar donde quiera que las condiciones son favorables”. Creen que este poder debe usarse “no simplemente como fuerza para engrandecer la nación, sino en pos de la libertad humana”.

Continúa: “En conjunto, los principios, los intereses y las responsabilidades sistemáticas de los Estados Unidos presentan una fuerte racionalización a favor de una política, expansiva y activa, de importancia primordial y siempre están dispuestos a usar la fuerza militar. Es en ese contexto, y dado las diferentes formas en que las armas nucleares y otras armas para la destrucción de masas pueden distorsionar el análisis normal de las relaciones internacionales en cuanto al poder, nos vemos con la urgente necesidad de tener la opción de desatar acciones bélicas preventivas y aumentar las fuerzas que las puedan llevar a cabo”.

¿Y cuáles serían las razones para llevar a cabo acciones bélicas preventivas? Casi todo lo que Estados Unidos considere que se opone a—o adversamente afecta—sus intereses.

Donnelly insiste que “Estados Unidos tiene que adoptar un punto de vista más amplio de la doctrina tradicional del “peligro inminente, pues hay que considerar que estos peligros amenazan no solamente sus intereses, sino también a sus aliados, el orden internacional liberal y las oportunidades de mayor libertad en el mundo” (Ibid)

En un artículo publicado el 25 de marzo, justamente después de comenzar la invasión, Donnelly recibió con los brazos abiertos el conflicto que se había desatado, antes de dicha invasión, en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

“Las maniobras diplomáticas que precedieron a la guerra contra Irak marcan el fin del mundo sin ambigüedades que se estableciera después de la Segunda Guerra Mundial. Nadie puede decir con absoluta autoridad como se va a reordenar el “mundo post Irak”, pero la contradicción fundamental del período entre 1989 y 2003—la diferencia entre la realidad de la primacía mundial de los Estados Unidos y la estructura formal multipolar de varias instituciones internacionales, con la Organización de las Naciones Unidas y la OTAN las más famosas entre ellas—ha sido revelada por el engaño que es. Irónicamente, los franceses nos hicieron un gran favor al obligar al mundo a enfrentarse a los hechos del caso”. (Thomas Donnelly, Una pax americana que perdura)

Y en otro artículo publicado el 21 de mayo, el Sr. Donnelly celebró con entusiasmo la doctrina Bush que “nos ha liberado de esa idea acerca del balance del poder que nos metieron en la cabeza durante la Guerra Fría y después”; doctrina cuyo rechazo de la política de refrenamiento y disuasión...también ha restaurado la prominencia de las características históricas de la política estadounidense en cuanto a la seguridad nacional: una defensa que favorece el activismo y la agresiva expansión de la libertad” (Thomas Donnelly, El significado de la operación ‘Libertad Iraquí'.)

La política extranjera del gobierno de Clinton

Este lenguaje indica que se han desatado enormes fuerzas. Pero sería un error concluir que la explosión de la violencia imperialista simplemente puede culpársele al gobierno de Bush o a los llamados nuevos conservadores que juegan un papel tan destacado en formular sus programas.

Más bien, la política del régimen de Bush es la culminación de tendencias que se han desarrollado durante la última década y media, desde el colapso de la Unión Soviética. Estas tendencias se pueden ver claramente en la política extranjera de Clinton.

Aunque el gobierno de Clinton no abogó por la doctrina del “nuevo orden mundial” de Bush Padre, sí dejó aclaró que estaba comprometido a la protección agresiva de los intereses estadounidenses y, si necesario, a expensas de sus presuntos aliados.

Es necesario, insistió Clinton en uno de sus primeros discursos presidenciales, “convertir al comercio en uno de los elementos prioritarios de la seguridad de los Estados Unidos”. Estados Unidos tenía que “buscar como abrir los mercados de otras naciones y establecer reglamentos claros y que se puedan cumplir y sobre los cuales el comercio se pueda expandir” (Comentarios del presidente Clinton durante la Celebración Centenaria de las Universidades de Estados Unidos, 26 de febrero, 1993).

El furor público acerca de la Guía para la Planificación de la Defensa, escrita por Wolfowitz durante los últimos del primer gobierno Bush resultó en que la formulación de la política exterior procediera con cautela. Pero los temas esenciales de ese documento—la necesidad de los Estados Unidos adoptar una política exterior expansionara luego del colapso de la Unión Soviética—eran el corazón del programa del gobierno de Clinton

En un discurso pronunciado en septiembre, 1993, el asesor del gobierno de Clinton sobre la seguridad nacional, Anthony Lake, explicó que los Estados Unidos se encontraba en una encrucijada histórica. “Ni hemos llegado al fin de la historia, ni al choque entre civilizaciones, sino a un momento de oportunidades inmensamente democráticas y empresariales. No debemos desperdiciarlo”.

Estados Unidos era la potencia dominante en esta nueva época, poseedor de la mayor economía y las fuerzas militares más fuertes. “La sucesora a la doctrina de refrenamiento ha de ser una estrategia para la expansión; la expansión de las democracias libres y pro mercado del mundo”.

En cuanto a la relación de los Estados Unidos a las otras potencias, Lake dejó claro que los intereses estadounidenses determinaban el programa. “Sólo un factor preponderante puede determinar si los Estados Unidos ha de actuar multi o unilateralmente: sus intereses. Debemos actuar multilateralmente cuando ello sirve nuestros fines, y debemos actuar unilateralmente cuando ello sirve nuestros intereses. La cuestión es simple en cada caso: ¿qué nos trae los mejores resultados?” (Anthony Lake, “Del refrenamiento a la expansión”, Universidad de Johns Hopkins, 21 de septiembre, 1993).

Y el militarismo se ha convertido cada vez más en lo que mejores resultados da. Como notara un análisis reciente: “La característica que define la política durante la década del 90—es decir, durante los dos gobiernos de Clinton—es el militarismo sin precedente”.

Un estudio de la seguridad nacional hecho en 1999 reveló que “desde el fin de la Guerra Fría, los Estados Unidos ha emprendido casi cuatro docenas de operaciones militares...pero durante todo el período de la Guerra Fría sólo emprendió 16” (Andrew Bacebich, El imperio estadounidense, 2002, págs. 142-143).

Es instructivo examinar las dos esferas de campañas militares más importantes de este período: la guerra contra Yugoslavia sobre Kosovo y los ataques continuos y crecientes contra Irak.

En la guerra de Kosovo de 1999 se desarrollaron todos los métodos que luego se utilizarían en la invasión de Irak cuatro años después. En esta región la Gran Mentira no era las “armas para la destrucción en masa” sino la “limpieza étnica” del presidente Milosevic, quien fue transformado en el nuevo Hitler de Europa. Pero ahora se ha establecido que lo que precipitó la inundación de refugiados fueron los bombardeos de la OTAN, no la llamada campaña para la “limpieza étnica”.

En esa época, sin embargo, hubo alegaciones que decenas de miles habían muerto. El ministro del ministerio de defensa en ese entonces, William Cohen, llegó a sostener que 100,000 hombres de edad militar habían desaparecido. Tras la guerra, un memorándum del gobierno británico indicó que 10,000 personas habían sido muertas en Kosovo durante 1999 y que sólo 2000 de éstas habían ocurrido antes de los bombardeos, cuya mayoría fue consecuencia de los conflictos armados entre el ejército yugoslavo y el Ejército para la Liberación de Kosovo.

El llamado texto de Rambuillet, cuyas disposiciones le permitía a las fuerzas armadas de la OTAN moverse por toda Yugoslavia, se escribió con un propósito específico en mente: que Serbia lo rechazara. Esto lo admitió después el antiguo embajador canadiense a Yugoslavia, quien declaró que “la insistencia en que a las fuerzas de la OTAN se les permitiera acceso a toda Yugoslavia...garantizó que Serbia lo rechazara”. Como explicara en esa época un funcionario de antigüedad de los Estados Unidos, “Nuestras exigencias fueron intencionalmente restrictivas para que los serbios no pudieran cumplirlas” (Mark Curtis, Telaraña de engaños, 2003, pág. 147).

La guerra contra Yugoslavia, como la masacre de Irak, se lanzó sin ser aprobada por las Naciones Unidas. Pero si esto no resultó en críticas feroces de los Estados Unidos por violar el derecho internacional, fue porque la llamada “izquierda” y la opinión pública socialdemócrata respaldó la guerra basándose en que la intervención era necesaria para prevenir la “limpieza étnica”. La misma racionalización se repitió pocos meses después cuando todo el movimiento radical de la clase media en Australia se lanzó a las calles para manifestar a favor de la intervención de las tropas australianas en Timor Oriental.

Fue el primer ministro de la Gran Bretaña que articuló la nueva doctrina del “imperialismo ético” en un discurso pronunciado en la Universidad de Chicago. El problema de mayor urgencia, sostuvo Blair, era identificar las circunstancias en que las potencias principales deberían intervenir militarmente. “Siempre se ha considerado que la no interferencia es un importante principio del orden internacional. Y es un principio que no estamos preparados para descartar inmediatamente. Ninguna nación debe creer que tiene el derecho a cambiar el sistema político de otra o fomentar la subversión o apoderarse de partes de su territorio a los cuales cree que tiene derecho. Pero el principio de la no interferencia tiene sus límites en ciertos respectos importantes. Actos de genocidio nunca pueden ser asunto puramente interno” (Tony Blair, Discurso al Club de la Economía de Chicago, 22 de abril, 1999).

Las mentiras de Blair acerca de la armas para la destrucción en masa (ADM) continúan sus mentiras acerca de Kosovo.

En Estados Unidos, las llamadas fuerzas “izquierdistas” y “liberales” que apoyaron la guerra insistieron en que la guerra no tenía que ver nada con los intereses económicos. Estas es una guerra cuyo ímpetu es la moralidad: es necesario ponerle paro a la “limpieza étnica”.

A medida que la campaña de bombardeos ocurría, Clinton pronunció un discurso que indicaba otras razones económicas y estratégicas. Dijo que si algo habíamos aprendido de la Segunda Guerra Mundial y de la Guerra Fría, era lo siguiente: “Si nuestro país va a permanecer próspero y seguro, necesitamos que Europa sea segura, libre, unificada y buen socio para el comercio...Y si vamos a mantener relaciones económicas firmes, lo cual incluye nuestra capacidad para comerciar por todo el mundo, Europa tiene que ser clave para ésto. Y si queremos que los pueblos compartan con nosotros el peso de ser líderes, con todos los problemas que inevitablemente surgirán, Europa debe ser entonces nuestro socio. Esto es lo que Kosovo significa” (Discurso a la Convención Bicentenaria del Sindicato de Empleados Federales, Estatales y Municipales de los Estados Unidos [AFSCME], 23 de marzo, 1999).

Como explicara la World Socialist Web Site en ese entonces, el significado de Yugoslavia es que se encuentra en el borde occidental de un enorme territorio que el colapso de la Unión había abierto a la penetración imperialista. Desde ese entonces, la importancia de la región ha sido confirmada por los acontecimientos que siguieron: la guerra contra Afganistán y el establecimiento de bases militares estadounidenses por toda Asia central; la ocupación de Irak; y la campaña para reorganizar todo el Oriente Medio.

Los conflictos entre los Estados Unidos y las potencias europeas no comenzaron con el actual gobierno de Bush, pero fue elemento clave de la política de Clinton hacia Irak. Las sanciones contra el país tras la primera guerra del Golfo se establecieron por dos razones.

En primer lugar, si se llegara a determinar que Irak había sido desarmado, entonces no habría razón para que las fuerzas militares de los Estados Unidos siguieran en la región. Por eso las insistencias que Irak no había obedecido las resoluciones de la ONU y la organización de provocaciones continuas.

En segundo lugar, si las sanciones habrían sido suspendidas, ello habría significado que el petróleo iraquí saldría al mercado, engendraría grandes ingresos, y abriría nuevas regiones para la exploración.

Nada de esto habría beneficiado a los Estados Unidos. Los derechos para conducir las exploraciones y la explotación de nuevas reservas petrolíferas se le habían concedido a empresas francesas, rusas y chinas. Además, los proyectos para la reconstrucción, financiados por los crecientes ingresos del petróleo, no habrían sido destinados a las empresas estadounidenses sino a las europeas. Es decir, la verdadera situación en Irak no tenía nada que ver con la continuación de las sanciones o con las armas para la destrucción en masa; más bien surgió del conflicto—cada vez más serio—entre los Estados Unidos y sus rivales acerca de la explotación de la región.

La relación simbiótica entre los militares y los intereses económicos de los Estados Unidos fue articulada de manera bien clara por el ministro de defensa de Clinton, William Cohen, quien sostuvo que los economistas y los soldados compartían los mismos intereses y estabilidad. El despliegue progresista de las fuerzas militares de los Estados Unidos en Asia, el Oriente Medio y en Europa le facilitaba a los Estados Unidos “darle forma al ambiente de varias maneras ventajosas para nosotros que estabilizan zonas donde desplegamos nuestras fuerzas. [Esta política], por lo tanto, nos ayuda a promover las inversiones y la prosperidad y por consiguiente ayudan a reforzar las fuerzas de la paz y la democracia”. O como lo expresara de otra manera más simple: “los negocios siguen a la bandera” (Ver Andrew Bacevich, El imperio de los Estados Unidos, pág. 128).

La evolución histórica del imperialismo de los Estados Unidos

El colapso de la Unión Soviética inmediatamente le ofreció a los Estados Unidos la oportunidad para desplegar su poderío militar abiertamente. No obstante, si examinamos el fondo general histórico del Siglo XX en que el impacto de este acontecimiento sucedió, podremos ver que dicho acontecimiento causó mucho más que un cambio en la política externa de los Estados Unidos: facilitó que éste rompiera todas las restricciones impuestas durante las últimas siete décadas. Un análisis de los orígenes de la evolución histórica del imperialismo estadounidense aclara este punto.

Las bases que impulsaron el desarrollo del capitalismo estadounidense a su preeminencia mundial se aseguraron durante las décadas inmediatamente después de la Guerra Civil y la victoria de la naciente burguesía industrial del Norte. Los próximos treinta años presenciaron el establecimiento de las empresas gigantes, que le quitaron a los negocios de un solo dueño o de una sola familia el papel de líderes en el desarrollo de la economía; la apertura del continente entero para el desarrollo de la industria y la agricultura capitalistas; el comienzo de los métodos de cadena de montaje que determinarían la economía del Siglo XX; y de igual importancia, el desarrollo de nuevas formas de dirigencia empresarial.

Para fines del siglo, el capitalismo estadounidense estaba listo para “su lugar en el sol” junto con las otras grandes potencias capitalistas. Anunció su llegada con la Guerra entre Estados Unidos y España de 1898 y luego la colonización de las Filipinas, a un costo de 200,000 vidas filipinas.

No obstante la conquista de las Filipinas, Estados Unidos no exigió un imperio formal; más bien se valió de la política de las “puertas abiertas”: la libertad de los intereses económicos de los estados Unidos para penetrar todos los rincones del mundo. Esta política reflejaba la posición del país, pues cuando entró al escenario mundial, ya el mundo había sido dividido entre las otras grandes potencias capitalistas: Francia, Alemania y sobretodo el Imperio Británico. Los principios de libertad que Estados Unidos proclamaba reflejaban, por lo tanto, sus intereses directos en el comercio y los mercados abiertos.

El objetivo de las intervenciones militares no era hacer obedecer los intereses estadounidenses, sino respaldar los principios universales de la civilización.

En diciembre, 1904, durante la lucha por el control del Canal de Panamá, el presidente Teodoro Roosevelt se expresó de la siguiente manera: “No es verdad que los Estados Unidos codicia territorios o que planea proyectos—excepto los del bienestar social—para las otras naciones del Hemisferio Occidental. Lo único de este país desea es que los países vecinos sean estables, prósperos y mantengan el orden”.

Todo país que practique la decencia, mantenga el orden y pague sus obligaciones no tiene nada que temer a los Estados Unidos. Sin embargo, los “errores crónicos” o la impotencia que resulta en la relajación de los “vínculos de la civilización” a fin de cuentas han de requerir que “un país civilizado intervenga”. Además, el derecho a la independencia no era absoluto. De acuerdo a Roosevelt, “Es puro axioma decir que todas las naciones...que desean mantener su libertad y su independencia tienen que darse cuenta que, a fin de cuentas, el derecho a esa independencia no puede desvincularse de la responsabilidad de hacer buen uso de ella”. (Ver OscarBarck, ed., Los Estados Unidos en el mundo, Meridian Books, 1961, pág. 80).

Las clases gobernantes ampliamente compartieron estos sentimientos. Como explicara el futuro presidente, Woodrow Wilson, en una charla de 1907: “Puesto que el comercio internacional ignora las fronteras nacionales y los fabricantes insisten en que el mundo sea su mercado, la bandera de esta nación ha de seguirles, y las puertas de las naciones que las han cerrado tienen que ser derribadas”.

Pero todavía hay más. Según el futuro partidario de la autodeterminación de las naciones: "Las concesiones obtenidas por los financieros han de ser veladas por los ministros de estado, aún cuando en el proceso la soberanía de las naciones no dispuestas a cooperar sea ultrajada” (citado en La tragedia de la diplomacia de los Estados Unidos, de William Appleman Williams, pág. 72).

Fue la dinámica expansión de la economía que empujó a los Estados Unidos a las tablas del teatro mundial. Ya para la Primera Segunda Mundial, la economía del país dependía de la economía internacional en general. Sus industrias se habían expandido tanto que, según explicara Wilson durante la campaña electoral de 1912, “si no encuentran una salida libre a los mercados del mundo van a reventar”. Los Estados Unidos tenía necesidad de los mercados extranjeros. Las exigencias de la guerra ayudaban a obtener estos mercados y transformaron a los Estados Unidos de nación deudora a nación acreedora.

Estados Unidos entró a la guerra bajo la consigna de los principios universales de la libertad, del derecho de las naciones a la autodeterminación y sobretodo a la democracia. Pero la realidad, sin embargo, era otra: las industrias y los bancos de los Estados Unidos no podían perder a sus aliados, cuya participación en sus finanzas había sido tan extensa.

En el otoño de 1917, el ex presidente Roosevelt hizo un resumen extraordinariamente franco de las intenciones de los Estados Unidos. Insistió en que su país no había entrado a la guerra para “guardar la democracia”. Más bien la intención era “guardar al mundo para nosotros mismos. Esta es nuestra guerra, la guerra de los Estados Unidos. Si no la ganamos, un día tendremos que enfrentarnos a Alemania por sí solos. Por consiguiente, por nuestro futuro, derribemos a Alemania” (citado por Arno Mayer, Los orígenes políticos de la nueva diplomacia, págs. 344-345).

El imperialismo de los Estados Unidos y la Unión Soviética

Con la guerra se dio un cambio violento en el balance del poder. Los Estados Unidos, que había salido de las sombras del Imperio Británico, asumió la hegemonía del sistema capitalista mundial. Pero al asumir la dirigencia, el capitalismo entró en una profunda crisis.

El significado histórico de la guerra se debía a que había confirmado—en la enorme cantidad de muertes, destrucción, hambre y frío—lo que la teoría marxista ya había establecido. El sistema de propiedad privada y del estado nacional capitalista, que tan enormemente había propulsado el desarrollo de la humanidad durante el Siglo XIX, había dejado de ser progresista desde el punto de vista histórico. Bajo el capitalismo, la rebelión de las fuerzas productivas mundiales contra el estado nacional asumió la forma de una lucha despiadada entre las grandes potencias para dominar al mundo. Lenín había explicado que este conflicto no tenía solución pacífica. Toda paz, no importa cuanto durara, sería sólo un interludio hasta que el desarrollo económico cambiara las relaciones entre las potencias capitalistas principales, de nuevo poniendo en marcha una nueva lucha.

Estados Unidos y las otras potencias capitalistas reaccionaron instintivamente a la Revolución. Trataron de estrangularla desde el día que vio la luz. Enviaron fuerzas armadas para apoyar a los Blancos durante la Guerra Civil, quienes habrían sido derrotados inmediatamente si no hubieran recibido ayuda del exterior. Los Estados Unidos frenó su participación en la invasión sólo porque temía el bolchevismo “contagiara” a sus soldados.

Durante las próximas décadas, comenzando con la derrota de la Oposición Izquierdista en 1927 y culminando con los Juicios de Moscú durante 1936-1938, que resultaron en la consolidación del poder por la burocracia contrarrevolucionaria bajo Stalin, la Unión Soviética sufrió una tremenda degeneración.

Pero la existencia de la Unión Soviética—establecida por la revolución social más importante de la historia—seguía siendo un obstáculo a las ambiciones mundiales de los Estados Unidos.

Tras la Segunda Guerra Mundial, la perspectiva de “hacer retroceder” a la Unión Soviética apareció de nuevo. Debemos recordar—al escuchar la propaganda incesante que las ondas promueven—que las armas para la destrucción de masas han obligado a los Estados Unidos lanzar guerras preventivas—que la razón por la cual los Estados Unidos usó armas devastadoras semejantes (las dos bombas atómicas que cayeron sobre a Hiroshima y Nagasaki) no fueron para derrotar a Japón, sino para amenazar a la Unión Soviética.

Durante todo el período tras la guerra hubo un conflicto continuo en los ambientes militares y dominantes acerca de la política que los Estados Unidos debía seguir en cuanto a la Unión Soviética: “frenarla” o “hacerla retroceder”. La llamada perspectiva de “frenar” llegó a dominar, aunque no sin dejar de tratar de crear conflictos sumos, por ejemplo, en Corea del Norte y Cuba.

Por lo general, la política de frenar prevaleció durante los años de prosperidad económica después de la guerra. Al mismo tiempo Estados Unidos trataba de establecer una política de reforma social. Pero cuando la prosperidad llegó a su fin, abriéndole paso durante la década del 70 a una situación económica que empeoraba, Estados Unidos adoptó una postura más agresiva. Abandonó la política de détente y hacia fines del 70 comenzó su política para desestabilizar a la Unión Soviética por medio del financiamiento y armamento de las fuerzas islámicas fundamentalistas de Afganistán. El objetivo de esta política, como lo ha admitido Zbigniew Brzezinski, Asesor de la Seguridad Nacional bajo el gobierno del presidente Carter y arquitecto de esta política, era arrastrar a la Unión Soviética a un pantano similar a Vietnam.

Durante la década del 80, los gastos para las armas aumentaron enormemente bajo el gobierno de Reagan. El despliegue de cohetes cruceros en Europa y la prpuesta para establecer el programa “Guerra de las Galaxias” tenían un objetivo: producir la crisis en la Unión Soviética hasta que se desplomara. Sin embargo, antes que estas medidas lograran su efecto completo, la burocracia soviética, bajo Gorbachev, tomó la decisión de liquidar a la URSS y organizar la restauración del capitalismo. Para los Estados Unidos esta fue la oportunidad, por primera vez desde su ascenso como potencia mundial, para realizar sus objetivos sin ninguna restricción a su poderío militar.

Tal vez no sea nada sorprendente, pues, que tantas de las palabras que se usaron durante las primeras décadas del Siglo XX, cuando Estados Unidos apenas comenzaba su misión imperialista, reverberan en las declaraciones del gobierno de Bush.

Em enero, 1917, a la víspera de Estados Unidos entrar en la Primera Guerra Mundial Wilson elaboró las condiciones para una paz justa e insistió que las medidas que se habían planteado eran principios y política estadounidenses, y que no podían ser otra cosa. También eran los “principios y la política de los hombres y las mujeres progresistas de todas partes, de todas las naciones modernas, de todas las comunidades civilizadas. Son los principios de la humanidad y han de prevalecer”.

O como Bush lo expresara: “El Siglo XX terminó con un sólo modelo del progreso humano que sobrevivió” y “cuando el tema es el de los derechos comunes y de las necesidades de los hombres y las mujeres, las civilizaciones no chocan” (Discurso ante los graduados de la academia militar de West Point, 1ro. de junio, 2002).

Cuando Wilson anunció que los Estados Unidos había entrado en la guerra el 17 de abril, 1917, insistió que Estados Unidos “lucharía sin rencores y sin egoísmo, que no buscamos nada para nosotros mismos excepto lo que queremos compartir con los pueblos libres”.

Del mismo modo Bush declaró en la Estrategia para la Seguridad Nacional: “Hoy Estados Unidos goza de una posición sin paralelo en cuanto a su fuerza militar y a su gran influencia económica y política. Al defender nuestro patrimonio y nuestros principios, no usamos nuestra autoridad para adelantar nuestra ventaja unilateral. Más bien tratamos crear un balance de poder que favorece a la libertad humana: una situación en que todas las naciones y todas las sociedades puedan escoger por sí mismas las recompensas y los problemas que la libertad política y social trae”. (Preámbulo de Bush ante la Estrategia Nacional para la Seguridad)

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