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El asesinato estilo ejecución de dos jóvenes desempleados durante una manifestación contra el desempleo en Buenos Aires el mes pasado marca una nueva etapa en la lucha de clases argentina. Ha despertado, una vez más, al espectro de la dictadura militar.
Pruebas basadas en fotografías y videocintas claramente muestran que las muertes de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki no fueron casualidades. Es posible que a Santillán lo hayan fichado por haber participado en una confrontación anterior. Cuando un oficial de la policía, acompañado del jefe Franchiotti, de la policía de Avellaneda, se le acercó a Santillán, éste estaba de rodillas en la estación de trenes de Avellaneda, auxiliando al herido Kosteki.
Una fotografía muestra a Santillán mirando a los policías con el brazo derecho levantado. Gritaba, “¡No disparen! ¡No disparen!” Entonces comenzó a correr. Los policías le dispararon a quemarropa en la espalda y Santillán cayó mortalmente herido. Mientras el joven agonizaba, los policías lo jalaron a la acera de afuera y colgaron su cadáver contra una mesa con los pies arriba y la cabeza abajo. Parecía grotesco trofeo. Las autopsias revelaron que las múltiples balas de calibre de 9 milímetros que la policía disparó le habían acabado con las vidas de ambos hombres. Los policías en ningún momento trataron de llamar a la ambulancia para socorrer a los jóvenes.
Agentes secretos de la Policía Provincial de Buenos Aires y de la Prefectura Naval, unidad casi militar encargada de vigilar los puertos y las vías fluviales de Argentina, participaron en el asesinato. Cintas de la manifestación y los asesinatos también revelaron agentes secretos que habían infiltrado las filas de los manifestantes. Estos agentes provocadores rompieron ventanas y cometieron otros actos de violencia antes de embestir a los otros manifestantes mientras disparaban sus armas y hacían arrestos.
Durante las semanas anteriores, las autoridades del gobierno habían preparado el ambiente político para estos ataques. Habían advertido que elementos radicales entre los manifestantes estaban organizando una insurrección armada. Valiéndose de un lenguaje digno de las juntas militares durante 1976-1983, Alfredo Afanosos, jefe de personal del presidente Eduardo Duhalde, repetidamente acusó de fomentar el “caos” en la Argentina a las organizaciones que participaron en las manifestaciones.
Estas acusaciones no fueron completamente nuevas. En enero, las autoridades habían tratado de justificar la represión contra las manifestaciones de trabajadores desempleados en el norte de Argentina con las acusaciones descabelladas que los guerrilleros colombianos habían infiltrado a sus agentes entre los obreros.
Desde entonces han ido aumentando las declaraciones de funcionarios del gobierno respecto a que la policía federal tiene que darle auxilio a la policía de las provincias. En más de una ocasión, el jefe del estado mayor del ejército, Teniente General Ricardo Brinzoni, ha indicado que el ejército está preparado para actuar contra el desorden y la rebelión social. En febrero, Brinzoni tuvo varios encuentros con líderes del comercio argentino, asegurándoles que “haremos todo lo necesario” para asegurar el orden.
Se han recibido informes que dirigentes del Partido Justicialista (Peronista) ahora se encuentran abogando entre los militares para que den un golpe de estado e instalen un régimen militar o conviertan a Duhalde en el “Fujimori argentino” (presidente peruano que disolvió el congreso y asumió poderes dictatoriales en 1993). Cualquiera de las dos alternativas haría cumplir la política de Fondo Monetario Internacional contra la sociedad argentina.
Uno de los que aboga para que adopte una “actitud fuerte” contra las manifestaciones es el ministro de relaciones exteriores, Carlos Ruckauf, veterano político de la derecha peronista. En 1975, éste firmó una orden que autorizó a las fuerzas armadas a participar en la represión interna para “aniquilar la subversión”; orden clave en abrirle paso a la dictadura militar.
Como presagio inquietante, la represión militar del miércoles incluyó la destrucción, a patadas, de las oficinas del Partido Comunista/Izquierda Unida en Avellaneda, donde la policía disparó numerosas balas de hule a quema ropa, hiriendo a varias personas que se encontraban dentro. Miembros del partido fueron arrestados. Esta redada se llevó a cabo sin ninguna justificación jurídica y recordó las tácticas de la represión salvaje impuesta por la dictadura militar.
Funcionarios del gobierno de Duhalde parecen haber participado con anticipación en los asesinatos policiales. Tres días antes de la agresión, un juez federal la había advertido al periodista Miguel Bonaso, de Página 12, que la represión violenta de la manifestación en Puente Pueyrredón se estaba preparando y que la policía iba a usar balas reales. Esto indica que el gobierno había aprobado la masacre de anticipo.
Durante la manifestación del 26 de junio, a medida que los manifestantes se acercaban al Puente Pueyrredón, la primera fila de la policía, compuesta de agentes federales y provinciales, los dejó cruzar, efectivamente cerrándoles el paso de retaguardia mientras se dirigían a la otra orilla del puente, donde los esperaban los policías que eventualmente los atacaron. Acorralados, los manifestantes se vieron obligados a correr y tratar de escapar entre los cordones policiales, pero la policía les disparó proyectiles de gas lacrimógeno y balas de hule a quema ropa.
Por lo menos 170 manifestantes fueron detenidos, inclusive muchos de los que habían sido heridos, y llevados a la jefatura de policía de Avellaneda donde, según testigos oculares, fueron golpeados y varios hasta torturados. Entre los arrestados se encontraban 52 mujeres, siete de ellas en estado, y 43 menores de edad.
Al principio, las autoridades de la policía provincial de Buenos Aires y el gobierno no querían responsabilizarse de las muertes, declarando que sólo habían disparado balas de hule. La policía por cierto tiempo continuó insistiendo que había detenido una insurrección armada. Según esa versión de la realidad, fueron los piqueteros mismo quienes habían usado balas mortíferas en una lucha entre ellos mismos. Pero las fotografías que aparecieron en los diarios de Buenos Aires claramente muestran que Santillán fue ejecutado.
Cuando se descubrió que la primera “historia oficial” fue mentira, el gobierno declaró que un grupo de policías delincuentes que quería vengarse de su jefe, Alberto Franchiotti, asesinó los jóvenes. Franchiotti y tres hombres bajo su mando fueron arrestados por el homicidio. Esa explicación también empezó a desboronarse, pues informes y fotografías de prensa mostraron que las balas que mataron a Kosteki habían provenido de la policía federal y no de los policías de Franchiotti, que eran de la provincia. Videocintas también muestran a los policías secretos disparándole a los manifestantes.
Estas tropas vestidas de civiles, conocidos en el vernáculo de la policía argentina como patotas, o sea, atracadores callejeros, son descendientes directos de los destacamentos de fuerza que fueron organizados para secuestrar, torturar, asesinar y hacer “desaparecer” a los oponentes de la dictadura militar durante la década del 70. Cintas de la confrontación también muestran a los agentes vestidos de civiles recogiendo sus cartuchos luego de disparar y así esconder que habían usado balas de plomo.
Kosteki, de 23 años de edad, era artista y escritor y miembro del Movimiento de Trabajadores Desocupados por dos meses. Sufrió una herida mortal cerca de su corazón.
Santillán era partidario del Comité Coordinador de desempleados Manuel Verón. Había estado muy activo en su propio barrio, haciendo campaña política para establecer una cooperativa de albañiles y reemplazar las chabolas con nuevas estructuras de ladrillos. Su novia, Claudia, pronto dará luz al hijo que procreó con él. Santillán, por otra parte, recibió los disparos en la espalda; las balas le perforaron una arteria. Igual que Kosteki, se desangró a muerte.
La adopción de una línea despiadada por parte del gobierno de Duhalde contra la protesta social está muy vinculada a las negociaciones con el Fondo Monetario Internacional. Ya el gobierno había dado indicios que no iba a tolerar ninguna manifestación que le cerraban el paso a las carreteras y a los puentes con barricadas. ¿Intención? Asegurarle al FMI que es capaz de controlar la oposición popular a su política económica.
La depresión de la Argentina empeora aún más. Durante el primer trimestre de 2002, el producto interior bruto [PIB] disminuyó mediante una tasa anual por encima del 16%. El mes pasado, el presidente del banco central, Mario Blejer, renunció abruptamente, declarando que no iba a presidir sobre otro round de superinflación, sobretodo cuando se había predicho que el valor del peso iba a caer estrepitosamente a 7 u 8 el dólar. Recientemente el peso había estado el uno al dólar.
Es difícil exagerar lo que este debacle ha significado para la clase obrera argentina. En poco más de un año, la cantidad de argentinos que viven en la pobreza ha doblado. Las cuentas de ahorro de la clase media ha perdido más de 63 billones de pesos. Los bancos principales están al precipicio de la bancarrota y a la depresión económica no se le ve fin.
Asqueados por los asesinatos, miles de desempleados y sus partidarios marcharon al palacio presidencial del 27 al 29 de junio, exigiéndole fin al gobierno de Duhalde.
El 28 de junio, filas de manifestantes, provenientes de los suburbios industriales que rodean a esta ciudad de seis millones de habitantes, entraron en la Plaza de Mayo y desafiaron al despliegue policial masivo. La policía arrestó 30 manifestantes, imputándolos de cargar palos, piedras y cocteles molotov.
Las marchas fueron el apogeo de una huelga nacional de 24 horas organizada por la Central de Trabajadores Argentinos, que es la menor de las dos federaciones obreras.